En muchos casos un nombre de calle no es más que eso, un nombre. Sólo es considerado el personaje cuando se inaugura el evento y poco más. Luego el nombre pasa a ser patrimonio de todos los que viven y visitan la calle. La historia poco significa (excepto para los rigoristas). Nadie le importa más allá de eso. Seguro. Y el valor catastral e impositivo de los que tienen propiedad ahí.
Quitar y poner nombres tan a menudo no lleva más que a confusión (hasta para los taxistas y repartidores). Recordemos por aquí cerca a General Sanjurjo, Mateo Hernández y finalmente, Wences Moreno (si no le damos otra vuelta posterior). Todavía los vecinos que por ahí andamos nos acabamos confundiendo (y más aún con una edad). Claro que entre esto y decir calle treinta y dos, o avenida cuarenta y tres, pues aún va un trecho. Y peor aún el de la calle trece si es supersticioso. Eso de la coyuntura histórica nos obliga a cambios y más cambios. La historia se pasa volando, no se asume, y pasa lo que pasa. Que este no, que el otro sí. Y cambie usted (su ayuntamiento) placas, bustos, estatuas ecuestres y demás. Todo eso vale dinero, molestias, reuniones y votaciones de plenos que cuestan lo suyo. Y otro lío para el vecino, el cartero, el registro, para el amigo o el pariente que perdió la dirección y sólo se recuerda la antigua. Todo por no atreverse a nombrar con nombres comunes (margaritas, carpinteros, topacio) las calles y empeñarse en adjudicarlas con nombre propio. Que si ahora sí, que si ahora no. Y hasta con el invento este de cambiar para atender razones puntuales (dudo si mayoritarias y bien consensuadas), se llevan por delante algunos que no debían. Es lo que tienen los efectos colaterales y las confusiones e investigaciones obtusas. Propongo se pongan nombres más poéticos (y cursis) a nuestras calles por si son más duraderos, a modo oriental (la dulce primavera, el decaer de la tarde, sol bajante, refugio de gorriones). Y a ver si dejamos algo quieto por un tiempo.
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