¿Cómo defender la vida de todos, la vida de quienes se entregan al existir, a las tareas cotidianas, a la entrega a los suyos y a los demás, la vida de todos los seres humanos que han, que hemos venido al mundo a realizar nuestro destino de seres humanos dignos, hermanos, solidarios, atentos al transcurrir de la vida de todos?
Es la pregunta, son las preguntas que nos hacemos ante la tristeza y la indignación y el rechazo profundos que nos inspiran las crueles muertes que, hace poco, han tenido lugar en Londres, y también en otros lugares del mundo, como resultado de la barbarie terrorista, que no tiene, que nunca puede tener justificación alguna.
Como pensamos siempre y hemos expresado en otras ocasiones, cualquier causa, sea del tipo que sea (religiosa, económica, política, social?), que necesite derramar para cumplirse aunque sea una gota de sangre de cualquier ser humano, ya queda invalidada completamente, pues se convierte en algo monstruoso e inhumano.
Y acude a nuestra mente y a nuestro corazón, cuando esto escribimos, la imagen del joven español Ignacio Echeverría, arrancado cruel y violentamente de la flor de la vida por un monstruoso atentado terrorista, su sonrisa noble y franca, su monopatín, su ser entregado en Londres al trabajo, a ese irse abriendo futuro con el esfuerzo y con la entrega.
Y acude, sobre todo, hasta nosotros su valentía y su generosidad, ese acudir a auxiliar a una joven a la que están acuchillando, para impedir tal barbarie, cuando lo fácil hubiera sido huir de allí, huir del escenario, como hubieran hecho los más.
Es un gesto absolutamente ejemplar, pese a las consecuencias trágicas, en un mundo donde casi todo el mundo mira para otra parte y se desentiende, ante cualquier problema, en un mundo en el que priman los egoísmos de todo tipo, cuando no las monstruosidades, como en el atentado al que aludimos.
Y una corriente de simpatía, de íntima fraternidad nos hace dirigir nuestra mirada a Ignacio Echeverría, por su actitud valiente, humanizada, ejemplar, decidida, en auxilio del prójimo. Porque, en este tiempo, Ignacio ?todos los anónimos Ignacios? es la encarnación del arquetipo del buen samaritano, de ese ser que está para los demás, para los otros, dentro de un destino de fraternidad que no cumplimos y que tendría que ser el que nos definiera.
Estará, sin duda, en los territorios de Dios, con su monopatín y con esa sonrisa, ya eterna, con la que nos mira, para decirnos que la ayuda, que la fraternidad, que el no desentenderse de los demás y de los otros? son algunas de las claves que humanizan el destino de todos; frente a la barbarie, frente a lo monstruoso, frente a quienes acuchillan al ser humano y quieren instaurar esas negras y sombrías perspectivas que nos privan para siempre de nuestra luz, de nuestra humanidad, de ese destino hermoso, para cuyo cumplimiento estamos aquí en la tierra y en la vida.
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