Un cuento sufí habla de un devoto creyente que partió en busca de Dios. Lo bus-có en hombres santos, lo buscó en escrituras sagradas, lo buscó en templos y mezquitas y santuarios y monasterios, y siempre le decían que más adelante, más arriba, más allá.
Por fin llegó al santuario final donde se le revelaría Dios en el último recinto de la última sala del último templo. Llegó, esperó, se arrodilló, miró. Ante su mirada se extendía la amplia pared lisa y dorada, y enfrente en el medio una cortina, que al abrirse revelaría el rostro final con tantos trabajos buscado.
Llegó el momento, se descorrió lentamente la cortina, miró expectante el peregrino, y antes de ver nada se postró con el rostro en el suelo adorando la divina revelación. Se incorporó despacio, levantó la mirada, afinó la vista, cayó poco a poco en la cuenta de lo que tenía delante, y al fin lo vio. Era un espejo.
El ser humano busca a Dios y lo hace, a veces sin saberlo. La razón es bien sencilla, pues cada persona es imagen de Dios, espejo del amor, de la felicidad y de la vida.
"Dios es Amor" (Jn 4, 8-16), es la afirmación que repite Juan hasta la saciedad. Pablo afirma el vínculo entre el Espíritu Santo y el amor. "El amor de Dios ha sido de-rramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rom 5,5). Al decir que Dios es amor, afirmamos lo más esencial y poco más se puede añadir al hablar de Dios. Es bueno, no obstante, acercarnos a la experiencia de los Padres y de los teólo-gos, ya que Dios no es una realidad abstracta, sino experiencia de vida. "Quien no ha visto a Dios no puede hablar de Él, decía Evagrio". A Dios nadie lo ha visto jamás, pero si lo conocemos o lo vemos con los ojos de la fe y del amor.
"Es el amor el que nos hace conocer" (san Gregorio Magno). Cualquiera que empieza a conocer o amar a Dios, no puede dejar de quedarse con Él. Unas personas lo descubren en la niñez, otros ya en la edad adulta. Cuando san Agustín cayó en la cuenta de lo que era, dijo: ¡Tarde te amé! ¡Oh hermosura tan antigua y siempre nueva! ¡Tarde te amé! (?) Me tocaste y me abrasé". Y, desde entonces, san Agustín no se cansará de hablar del amor. "Dios es tu todo. Si tienes hambre, es tu pan; si tienes sed, es tu agua; si estás en la oscuridad, es tu luz que permanece siempre incorruptible".
Desde que Agustín encontró a Dios, fue feliz. El ser humano busca la felicidad, pero, desgraciadamente, casi nunca la encuentra. "Pregunta a un hombre qué es lo que desea; te responderá que busca la felicidad. Pero los hombres no conocen ni el camino ni donde encontrarla, y andan a tientas. Cristo nos ha colocado en el buen camino que lleva a la Patria. ¿Cómo caminar? Si amas, corres. Cuanto más ames, correrás con ma-yor velocidad" (san Agustín).
De esta absoluta verdad está convencido san Bernardo cuando exclama: "Dios es amor y nada creado puede colmar a la criatura hecha a imagen de Dios, sino Dios amor, solo El es más grande que cualquier criatura" Sobre todo explica Guillermo, porque "todo verdadero amor tiene su origen en Dios, de quien ha recibido la existencia, en donde ha sido nutrido y crecido, donde tiene su ciudadanía, no como extranjero sino como indígena".
Juan fue dichoso porque escuchó el latir del corazón de Jesús. Los santos y, sobre todo, los místicos, son los que han experimentado más vivo ese amor.
Dios es amor. Todo lo que soy tengo es gracias al amor de Dios. Quien ama se parece a Dios, da vida y comunica vida: es feliz. "Nosotros somos felices al comenzar, al amar y gozar con Dios" (Jan Ruysbroeck). ¡Es una pena conocer tarde al Amor!
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