Leo que Francis Bacon dio este consejo: "No leáis para contradecir o impugnar, ni para creer o dar por sentado, ni para hallar tema de conversación o discurso, sino para sopesar y reflexionar". Me pregunto, cuando prosigo la lectura laboriosa de Las memorias de ultratumba de Chateaubriand, si efectivamente los placeres de la lectura son más egoístas que sociales puesto que uno no puede mejorar directamente la vida de nadie leyendo más profundamente. Pero este es un egoísmo extraño: aprendo poco y la fascinación de lo que leo es relativa. Quizá sea únicamente ensimismamiento. Solo esporádicamente encuentro algo que subrayar, entonces se produce un destello que ilumina mi cara sombría. ¿Es justo lo que debe ser?
Un viajero impenitente, testigo de un tiempo muy convulso -¿cuál no lo es?-, que camina hacia la muerte plenamente consciente, pero que tiene la obsesión de dejarlo todo anotado. Leer ajeno a una realidad que cambia cada día. Me imagino a Chateaubriand cruzando el Atlántico o atravesando los Alpes dictando sus pensamientos y recogiendo hechos e imágenes. Hacía lo que hicieron los clásicos, como Virgilio o en el Renacimiento su amado Tasso, incluso hasta cualquiera de los escritores contemporáneos, pero ¿no está esto cambiando hacia un terreno que soy incapaz de imaginar? No tiene que ver que las hoy tan afamadas ferias del libro de Guadalajara, de Buenos Aires, de Bogotá, de Lima, de Madrid sean multitudinarias manifestaciones rebosantes de fervor; como el éxito de los Hay Festival es incuestionable. Cientos de miles de personas abarrotan los escenarios y las casetas; participan en encuentros con escritores, les adulan, recogen sus firmas y se fascinan momentáneamente ante sus palabras, ¿los leen?, o ¿son simplemente unos iconos necesarios para un relato galante?
Pienso en mi trabajo, algo próximo a este escenario, y en el sentido que tiene el impacto de otros canales que compiten con lo que vengo haciendo desde hace casi 40 años. De forma muy clara y en breves cápsulas, normalmente alguien joven explica en YouTube con claridad y cierto gracejo desde el sistema electoral estadounidense, al "brexit", pasando por las razones de la impopularidad de Michel Bachelet. ¿En qué consiste después de eso, pues, mi tarea? Si esta gente consigue llegar a una audiencia de decenas de miles de personas en pocas semanas con contenidos relevantes, ¿qué hago yo alentando lecturas que raramente superan el millar de visualizaciones o incluso escribiendo artículos con aun menor alcance? El valor de lo simbólico, manejado por una autoridad intelectual investida de un determinado status mediante los mecanismos habituales de la sociedad, es una antigualla. Esa tarea arcana que ocupa mi tiempo va camino de la irrelevancia, de una reclusión en circuitos de especialistas absortos en elucubraciones que solo importan a ellos, enlatadas en los formatos de siempre: libros colectivos, revistas indexadas, ponencias en congresos disciplinares, conferencias magistrales. Grupos sin conciencia de su pequeñez, pensándose importantes de manera onanista, mientras vamos quedando en la más pura marginalidad aunque las ferias del libro intenten rescatarnos.
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