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Silencio
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Silencio

Actualizado 24/04/2017
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Se tiñe de rosa la oscuridad del cielo. Por el levante palidecen las sombras y llega esa hora fugaz y azul en que todo permanece en suspenso. Ahora ya amanece pronto, pero hoy no se oye todavía el barullo del tráfico; si se aguza el oído, empiezan los rumores de sábanas y desperezos. Falsa alarma en todo caso, porque hoy en la ciudad es día de fiesta. Usted sólo cambia de postura y se dispone a disfrutar de más descanso, de un rato aún largo de duermevela.

En la calle nada se mueve; sólo lo que agita el aire, como en los pueblos desiertos. La somnolencia en equilibrio durará poco: no falta mucho para que se acerquen ya quienes traen las particulares provisiones del día. Ellos sí se levantaron pronto, cuando la noche era aún cerrada, y han estado a la espera de que acabaran sus primeros trabajos aquellos que se despertaron antes todavía, cuando la ciudad ni se había callado.

Traerán su carga desde los obradores lejanos y en el momento de colocarla en los escaparates, la luz del incipiente día se reflejará ya en el brillo pardo de los hornazos, que esconden tesoros de esta tierra antigua bajo esa gruesa capa de austera refulgencia: chorizo, lomo, huevo? Todo ello envuelto en esa masa sabrosa y densa, que si está bien hecha suele ser tan rica como lo que contiene.

A horas más prudentes el local de venta se llenará de paisanos ávidos por las viandas recientes, a los que se iluminará la cara nada más pensar en cómo tienen organizada la tarde y a qué lugar van a ir para cumplir con la tradición, aprovechando que este año el tiempo nos respeta el día. No siempre ha sido así.

No son muchos los que recuerdan los orígenes paganos de la fiesta, no tan lejanos: cuando pasadas las celebraciones de resurrección y gloria, la ciudad se disponía a regresar a su alborotada monotonía, con todos los elementos, y entre ellos, cómo no, las damas de la mancebía, que desde antes de la cuaresma habían sido expulsadas de la urbe, que por lo menos en apariencia se había dispuesto al recogimiento y a la oración.

Ya no hay barcas adornadas con ramos, y las eternas y benévolas rameras ya no tienen privado el paso por los puentes que cruzan el Tormes. No hace falta que los estudiantes las rescaten del exilio, porque es seguro que no se han ido. Pero quedó la inercia de salir al campo, cerca del río o más lejos, siempre con los víveres reglamentarios.

Este año que el sol reluce, la ciudad habrá quedado callada. La fiesta está en los alrededores, donde los grupos de amigos bromean y lanzan sus chanzas para alborozo general. Las praderas verdes, aunque sedientas, estará moteadas de familias, de mozos y muchachas que, ahora ya sí, tienen su última salida importante antes de los exámenes finales.

Tardarán en volver a casa en esta tierra trasnochadora. Mañana empezará la semana, un día más tarde de lo habitual. No es razonable regresar demasiado tarde. Pero la larga luz del día prolongará el bullicio, hasta que la cabeza más sensata termine por aguar la fiesta, cuando proponga, como sin querer, el inicio del retorno, con la excusa peregrina de que luego se atascan las entradas y, no sin orgullo contenido, la pequeña ciudad trata de imitar con sus atascos a las grandes capitales.

Se dormirá Salamanca después del Lunes de Aguas y retornará el silencio por unas horas, para recuperar las fuerzas y terminar tranquilos la benéfica digestión anual del hornazo.

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