1974. Un cuartel de Montevideo. Patio de armas. En medio de esa explanada varios vagones de ferrocarril conforman un cuadrilátero. En ese recinto dentro de ese otro recinto decenas de detenidos encapuchados. Veinticuatro horas, treinta y dos horas, cuarenta y ocho horas a pie firme. Unos con vendas en los ojos, otros pocos, los señalados, ataviados con máscaras de esgrima, firmemente anudadas y su enrejado sellado con cinta aislante. Al cabo de unas horas se hace difícil respirar. La respiración se hace agónica, el oxígeno apenas llega a los pulmones del detenido. No obstante el emparedado vislumbra, entre tanta oscuridad, un punto luminoso frente a sus ojos. Y por allí se fuga presuroso hasta irrumpir en un prado, lleno de verdes luminosos, armonía, quietud, seguridad?. Una alucinación detrás de otra. El cuerpo bascula hacia atrás y hacia adelante. La frente golpea el muro. Golpea al Kotel, al muro de las lamentaciones, golpea. Cien veces apoya contra el muro su cabeza y duerme, unos instantes, de pie, como los caballos. Una mujer, una compañera, grita a la izquierda despavorida. Aúlla. (¡Ay de los desgarradores gritos!). El orín empapa sus piernas, sin apenas percibirlo. El detenido balancea su cuerpo de atrás hacia adelante como si, aupado en la joroba de algún camello, surcase, cual nave, algún desierto inacabable. Al final se derrumba, asfixiado, agotado. No hay bastón o patada que pueda incorporarlo. Lo llevan, lo arrastran hacia uno de esos vagones. Sustituyen la máscara de esgrima por una venda. La vista siempre clausurada. Al fin respira. Alguien, un olor a asepsia, a cloroformo, mide sus pulsaciones, ausculta su corazón. "Positivo" dice ese alguien. Le dan una sopa y un chusco cuartelero. "Fressen" (devorar) no "essen" (comer). Dormir, al fin. Cinco minutos después o quizás tres o cinco horas, quién sabe, le levantan a las patadas y le llevan a otro lugar. Sitio concurrido. Una voz al fondo pregunta en inglés: "How did he get into the Country?" ¿Quién? ¿Cómo? ¿Cuándo? En uruguayo, preguntan a coro. Introducen su cabeza en un tacho lleno de líquidos nauseabundos. Vuelve la asfixia y aquél traga, traga para acabar. Risas ¿Quién? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¡Danos algo, danos¡ Al fin, le ponen de rodillas. Desde ahí se huele a cuero y a betún. "A ver recita los mandamientos" Una voz empavorecida de mujer los declama por él. Primero, segundo, cuarto.. Alguien, de nuevo, ese olor a médico, mide sus pulsaciones, ausculta su corazón. "Positivo", dice. Al detenido le riegan con una manguera y lo llevan a otro lugar. Allí duerme cinco minutos o tres o cinco horas, quién sabe. Lo despiertan a los gritos, lo sacan a trompicones y lo suben a un jeep. Le quitan la venda de sus ojos, malos augurios. Es de noche, Se escucha a la distancia una bronca discusión. Él, sin embargo, disfruta haber salido del mundo emparedado. No piensa, solo siente. El cabo maquinero, el custodio, le dice: "No te preocupes la muerte es un ratito" y ríe. ¿Se lo dijo a modo de consuelo? Él así lo interpreta. Él necesita creer en un atisbo de humanidad, aunque sea fingido y al final. Lo necesita para irse reconciliado con la vida. En efecto, la muerte le llegó algunas horas más tarde, en un instante. Un puñetazo en la nuca, una coz, una pedrada, una locomotora rugiente en marcha. Un enorme, a continuación, y definitivo silencio que se va ahondando, buscando ya en el otro extremo la salida. El parte militar dice que se fugó. Nunca, el cuerpo de Luis González, comunista compañero, ha sido encontrado. Un otro, un álter ego, un alias, ignorante, cuarenta y cinco años más tarde, requiere en Madrid de los servicios de alguien que huela a asepsia y cloroformo. Ese alguien resultó haber nacido en Uruguay. Ese alguien resultó ser el mismo aquél. Le mide las pulsaciones, le ausculta su corazón y le dice sonriendo: "Positivo". El odio, la venganza hace tiempo se esfumaron, por suerte. Sin embargo, ¡qué inmenso desconsuelo..!
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