(A mis hermanos Manolo y Victoria)
Está con mis hermanos. Llueve dentro de los tejados, junto a las ortigas del niño que florece en mi interior cuando su voz llega hasta mi espíritu como una vela tenue. Y me conmuevo. Nunca hubo en ella un sábado infeliz: la luz siempre habitaba en los azules de su mirada joven. Qué lejanos quedan ahora aquellos mediodías: el patio con la higuera sonriéndonos, la paz del pozo, el silbo de la brisa correteando el hondo corralón, los pájaros flotando en las cornisas violáceas del tejado. Cuánto amor dejaba por entonces en nuestra orilla con tardes de vainilla y azafrán. Pero eso queda lejos. Sus caricias hoy son el eco malva de un país de rezos prodigiosos y letanías. Está con mis hermanos, y yo no estoy: pero su voz crece en mis esquinas. La lluvia viste el hábito del tiempo con un color de moras ya maduras. Me habita un sol de felpa si la oigo: un resplandor de olivos y novenarios, la paz crujiente, azul, de San José. Mi madre habla conmigo por teléfono y en sus palabras sólo hay lejanías.
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