Edifiquemos nuestra grandeza sobre las cenizas de nuestra pequeñez
Acabamos de celebrar el miércoles de ceniza, que da paso a la cuarentena de días que nos preparan a los cristianos para la gran fiesta, la fiesta máxima, la de la Pascua, en la que celebramos a Cristo Resucitado, con el que compartimos el triunfo de la Resurrección y de la vida, no sólo para Él sino también para la humanidad y aun la creación entera. Ya merece la pena hacer ese recorrido cuaresmal que nos llevará a tan grande y vital suceso.
El miércoles de ceniza es uno de esos días en que todos, o gran parte de los cristianos, acuden a la bendición e imposición de la ceniza, como rito de salvación y de gracia. Quizá no se sepa muy bien qué lleva consigo eso de la imposición de cenizas en nuestras cabezas, pero sospechamos que hay alguna purificación y limpieza, así como la consiguiente liberación de ataduras y pecados, para conseguir así la vida: una vida nueva y digna, también en esta etapa temporal, pero sobre todo para la eternidad de la vida futura.
Las cenizas expresan las limitaciones de nuestra vida y la confesión de que procedemos del barro, y que nosotros mismos estamos destinados a convertirnos en ceniza. Pero el recitado que acompaña a la imposición de la ceniza, nos invita a cambiar de vida y a afianzarnos en la profesión evangélica del seguimiento de Jesús de Nazaret. Esta es la frase que nos propone el sacerdote oficiante mientras nos impone la ceniza: "Convertíos y creed en el Evangelio". Cambio, pues, de vida para volvernos al Dios de nuestra salvación.
Y el mensaje de conversión se traduce en las tres prácticas básicas del Evangelio, alimentadas por la abundancia y riqueza de lecturas bíblicas que se proclaman en este tiempo de cuaresma: oración, prácticas penitenciales que llegan incluso a la recepción del sacramento de la penitencia, y ejercicio en obras de caridad o de misericordia.
La oración es la clave de la vida cristiana, en todo tiempo y particularmente en la cuaresma. Es la que mejor expresa y produce el efecto del acercamiento a Dios, hablando con Él como con un amigo: "con aquél que sabemos que nos ama", que diría Santa Teresa. Es el signo más explícito de la conversión al Dios de la Vida, nuestro Padre, hermano, esposo, Salvador. Alguien ha dicho que "nunca el hombre es más grande que cuando está de rodillas".
La segunda práctica cuaresmal es la del ayuno y la abstinencia, que en su forma más lógica y elemental lleva consigo el abstenerse de comer carne, en el caso de la abstinencia, y el de privarse de todo tipo de comida cuando se trata del ayuno. Se nos manda ayunar el miércoles de ceniza y el viernes santo. Y la abstinencia afecta a esos dos días y, además, a todos los viernes de cuaresma, estando recomendado hacerlo todos los viernes del año.
Las privaciones y el ayuno, aparte del sentido religioso que se les atribuye, llevan consigo un valor favorable a la salud corporal y espiritual. Un ayuno o purificación semanal es práctica tradicional en diversas religiones, desde luego en el judaísmo y el islam, además del cristianismo, pero tiene también un valor terapéutico o médico de efectos beneficiosos comprobados. Más todavía si las privaciones o austeridad se lleva a todos los ámbitos de la vida, lo cual adelgazaría nuestros cuerpos, desde luego, pero también favorecería el espíritu de sencillez y solidaridad en la línea superior de la espiritualidad humana.
Y esto empalma con la tercera práctica cuaresmal: la de la limosna o caridad, la del verdadero amor y solidaridad para con todos los necesitados. Amor a Dios que se completa o complementa con el amor y cercanía a los humanos. Si todos renunciáramos a tantas cosas como nos sobran o no son absolutamente necesarias, tendríamos más para compartir y remediar las necesidades de tantas personas pobres y sometidas al hambre leve o severa como abunda en nuestro mundo, vergüenza que no acabamos de afrontar ni de poner en práctica para el mejoramiento de nuestro mundo.
Esto tendría más sentido todavía si, además, renunciamos a tantas armas violentas, físicas y morales, que amenazan nuestra vida y la de la humanidad entera. Dejar de lado o reducir al máximo la producción, el acaparamiento y el uso de las armas, nos pondrían en el camino de la paz y de la solidaridad que mejoraría notablemente nuestra existencia y nos acercaría a todos a la meta de la felicidad.
Oración, sacrificio, solidaridad: he aquí la trilogía de prácticas que nos acercan a la consecución de las expectativas y deseos que aportan la máxima dignidad a nuestra vida temporal y definitiva. Edifiquemos el futuro sobre las cenizas de nuestra pequeñez para que consigamos la grandeza del hombre de nuestras esperanzas.
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