Profesor de Derecho Penal de la Usal
España, país avanzado y moderno, posee unas disposiciones normativas que garantizan el Estado de Derecho. Así lo consideran, tanto el preámbulo, como el artículo 9.1 de la Constitución. Es decir, que no sólo los ciudadanos, sino también todos los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico. Esta proclamación que hace la Carta Magna y que, en definitiva, supondría la obligación del cumplimiento de la ley para "todos" los ciudadanos y la igualdad ante la ley y la justicia, -como, por otra parte consagra también el artículo 14-, sería la consagración de un auténtico Estado de Derecho, pero ya la misma Carta Magna se encarga de quebrarlo parcialmente en su articulado cuando establece que "algunos ciudadanos", por su condición, no son iguales ante la ley y la justicia; es el caso de lo recogido en el artículo 56.3, cuando establece que "la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad"; o la inmunidad de diputados y senadores (sólo podrán ser detenidos en caso de flagrante delito y no pueden ser inculpados ni procesados sin la previa autorización de la Cámara respectiva, además del aforamiento de éstos o los miembros del gobierno y que serán juzgados, en su caso, por tribunales diferentes a los del resto de los ciudadanos).
Amén de las consideraciones constitucionales y legislativas, nuestros gobernantes (que deberían ser el ejemplo más relevante en el escrupuloso respeto al Estado de Derecho), demuestran en sus actuaciones una escandalosa esquizofrenia política, utilizando a su interés y manipulando, en muchas ocasiones, el concepto de Estado de Derecho. Los casos concretos los tenemos a diario. A Rajoy y al resto de los miembros del gobierno se les llena la boca reclamando el cumplimiento de la ley (cantinela que tenemos todos los días hasta en la sopa) en ciertos conflictos territoriales (como el problema catalán) y, en cambio, en otros asuntos que les afectan directamente, relacionados con los casos de corrupción política del PP que se están sustanciando judicialmente, "esconden la cabeza debajo del ala" y desvían la atención cuando les preguntan por ello en los controles parlamentarios del gobierno o ante los medios de comunicación.
Esta semana se ha conocido que el Fiscal General del Estado ha podido intervenir ante los fiscales para que éstos no pidieran la imputación del presidente de Murcia por la comisión de presuntos delitos de prevaricación en el "caso Púnica", acusándole -nada menos que tres asociaciones de fiscales: la Unión Progresista, la Independiente y la denominada Asociación de Fiscales- de parcialidad en la defensa del interés público. Incluso una e ellas, la Progresista, ha pedido abiertamente la dimisión del Ministro de Justicia, Rafael Catalá.
En otros casos y en aras al cumplimiento del Estado de Derecho, el gobierno argumenta que ciertos delincuentes abyectos tienen que cumplir sus penas íntegramente (en esto, paradójicamente, no es una justificación que se ajuste a la normativa constitucional, dado que el artículo 25.2 prevé que las penas privativas de libertad estarán orientadas a la resocialización de los condenados y, por tanto, aunque sean delincuentes abyectos, si cumplen los requisitos que establecen las leyes penales podrían adelantar la salida de prisión cuando hayan cumplido una parte importante de la condena) sin posibilidades de reinserción y, en cambio, para otros delincuentes promueve incomprensiblemente indultos (véase el BOE del 13 de febrero, en el que se publican los indultos a varios funcionarios del ayuntamiento de Rota condenados por delito continuado de prevaricación y falsificación en documento oficial, a penas de 4 años y 6 meses de prisión e inhabilitación especial). No se lo han concedido aún a la ex alcaldesa de Rota, del PP, porque ésta ha tramitado el indulto más tarde; pero, al tiempo, que no tardarán mucho en concedérselo.
A los gobernantes no sólo se les debe exigir el cumplimiento de la legalidad vigente, sino también una decencia política acorde con su posición de representantes de los ciudadanos. El cumplimiento del Estado de Derecho, de acuerdo a estas premisas, lleva aparejado que cuando hay indicios serios y concretos de conductas relacionadas con la corrupción política, sus responsables deben dimitir de sus cargos irremediablemente. De acuerdo con algunas condenas del caso Gürtel, se ha probado que el PP se financió ilegalmente. Con el dinero obtenido ilegalmente, el PP, entre otras actuaciones, organizó actos electorales con la presencia de su líder Rajoy, quién debería tener una responsabilidad "in vigilando" de lo que ocurría en las cuentas de su partido (era ya el presidente del mismo) y, por tanto, por ética y decencia debería haber dimitido. Esto es lo normal en un Estado de Derecho moderno y avanzado, pero en España parece que aún no se ha llegado a ese escalón superior en el que están países de la UE como Alemania, Francia, Suecia, Dinamarca, Finlandia, Holanda o Noruega, por poner sólo algunos ejemplos.
A ciudadanos de estos países les parece sorprendente que en España los políticos no dejen el cargo por este tipo de "corruptelas". Y más grave les parece que estemos impregnados de una ancestral sociedad caciquil y decimonónica (la vieja España, la de "charanga y pandereta, cerrada y sacristía", que calificó Machado), porque no sólo no dimiten los presuntos corruptos, sino que siguen siendo elegidos por los ciudadanos en las confrontaciones electorales. El ejemplo de que esto es así no lo tenemos sólo en las Elecciones Generales al parlamento español, sino también en muchas elecciones a parlamentos autonómicos y municipales, como en Andalucía, Cataluña, Madrid o Valencia
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