Su pavimento levantado, las máquinas en marcha y las vallas vetando temporalmente el acceso es una imagen que interpela a quien cada sábado se ha propuesto levantar una columna bajo el título de Calle de la Fe. Sin número porque es una calle sin puertas, como Berrueta y alguna otra. Ésta tiene ventanas a las que asomarse. Óculos para contemplar la Fe desde fuera y hasta vías de entrada a los adentros, a la fe íntima de cada cual. Verla en obras me interroga sobre la basa de mis columnas: ¿tendrá fundamento o fundamentalismo?, ¿repetiré?, ¿aburriré?, ¿hastiaré? Saberla en proceso de cambio me cuestiona acerca de su fuste: ¿servirá a alguien?, ¿sumará?, ¿serán palabras que se lleva el viento? Contemplarla de tal manera que ya no será la de antes me pregunta si su capitel se ajusta a lo que la columna demanda, si es un pegote, si concluye, si remata?
La Fe en obras es todo un símbolo. Porque sólo la fe basta pero sin obras está muerta. Mirando desde sus ventanas he querido imaginar en estos días que lo esencial era noticia y lo anecdótico no alcanzaba categorías, que la verdad imperaba sobre la mentira aunque fuera mucho menos atractiva para plantarla en un titular, que las disputas estériles dejaban de quemar la tierra buena de nuestras cofradías y en ella brotaban concordias asentadas en la diferencia de opiniones, siempre sana cuando va creciendo en el diálogo. Bajaba la mirada a la calle y luego la elevaba. Veía procesiones por Libreros y por Francisco de Vitoria, y todas ellas ponían el acento en su sitio, donde lo llevan, en esa sílaba remarcable de la comunidad de cristianos que opta por anunciar en público su fe, y que pasa por la Calle de la Fe sin ganas de discutir, sin alimentar divisiones, sin otra misión que la suya. Las veía, sí, las escuchaba, las olía, sentía su paso y no me hacía problema en el tipo de música o en la forma de llevar las andas. Que prefiera el silencio o una marcha fúnebre, que le tenga cariño a las carrozas de ruedas o que no me encandilen ciertas procesiones no me convierte en peor cofrade ni en mejor salmantino. No hay falta en que los asuntos semanasanteros sevillanos o zamoranos me interesen entre poco y nada, y cada vez menos, mucho menos. No tengo peor gusto ni soy un bicho raro por cambiar todas las guardias del mundo para dejar a salvo los días en que procesiona mi cofradía, o tiene una Misa mensual, o se reúne en junta general, o la diócesis programa la formación para los cofrades.
No. No soy noticia por eso gracias a Dios. Ahí sí está la normalidad. En el exabrupto, en la exageración, en la caricatura, queda retratada la anormalidad normalizada por la vía rápida de las mayorías, de las masas, del sensacionalismo sin sensaciones sensatas, es decir, completas, pasadas del corazón a la cabeza sin perder autenticidad. Si la emoción no conecta con la fe es que en nada nos ha movido. Es como si pasáramos por la Calle de la Fe en obras y no quisiéramos, en un momento, ponernos a reformar, a mejorar, a cambiar, a convertirnos. La basa sería de arena, el fuste no ganaría en altura, y el capitel quedaría arrumbado en un rincón oscuro por muy bella que fuera su factura. La columna se vendría abajo y ya no podríamos mirar al cielo desde las ventanas de la calle que no tiene puertas.
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