Un epitafio ideado por él mismo que nunca se esculpirá sobre la lápida de su tumba. Una definición vital de un cronopio habituado a estar donde se reinventa la vida y se forjan los sueños más bellos. Sea en el barrio porteño de Banfield, en Mendoza o, con más glamour, en Paris. Si el escritor quería expresar el lado liviano y pueril de la vida para que los lectores se divirtieran tiernamente, los cronopios eran los encargados de conseguirlo y ese epitafio daba coherencia a su andadura. Pero aquel deseo lo formuló muy pronto. Luego llegó la fama, irónica contraparte del cronopio, y el olvido de sus deudos de lo que una vez quiso, para dejar una lápida blanca, lisa, donde al lado de su última esposa solo estuviera su nombre: Julio Cortázar.
En el aniversario de su muerte acaecida en Paris un 12 de febrero no faltarán flores amarillas, ni pequeños poemas, pero volveré a echar de menos ese epitafio deseado, aunque su vida, como la de muchos hombres, tuvo diferentes caras y etapas y al sobrepasar la cincuentena mutó profundamente en otra persona. Su activismo público y su compromiso político lo atestiguan. Del impacto en su producción literaria, en su estilo y calidad, no me siento autorizado para emitir opinión alguna. Sí, sin embargo, en las otras facetas gracias a la notoriedad que le había conferido la publicación de Rayuela en 1963, doce años después de Bestiario, y dos años antes de Historias de cronopios y famas.
Cortázar llegó a Paris en 1950 dejando atrás una Argentina donde el peronismo marcaba cada instante de la vida cotidiana, algo que le incomodaba tremendamente por recortar su libertad. En la Ciudad Luz, por el contrario, encontró un clima cosmopolita totalmente diferente en el que la presencia de los intelectuales adquiría un aire de vanguardia que les hacía tener una presencia pública permanente comprometida con los tiempos. Inicialmente Cortázar fue receptor pasivo de aquello que caló lentamente en su cosmovisión. Cuando en 1967 visite La Habana por segunda vez y allí se enamore de quién será su segunda compañera la transformación será inmediata. Hasta su muerte en 1984 no cejará de ser el paladín de la revolución cubana y luego sandinista, dedicando su existencia a la defensa de los valores que, según él, ambas defendían. Posiblemente consideró que al montarse en ellas ya ninguna ranita le ganaría.
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