Durante la última semana de febrero se ha celebrado en Madrid la XXIX Semana Monográfica de la Educación de la Fundación Santillana. Los organizadores han elegido este año una pregunta con la que guiar las propuestas para mejorar la educación: "¿Qué puede aportar la tecnología?". Según los medios de comunicación, los expertos que han intervenido no solo han dicho que los exámenes deberían hacerse con ordenador sino que hay buenas razones pedagógicas para encender el móvil en clase.
Quizá no se han dado cuenta del alcance pedagógico de las afirmaciones que estaban realizando porque no todos los alumnos tienen el mismo poder adquisitivo para ir equipados con Smartphone a clase, no todos los padres aceptan que sus hijos vayan con teléfonos móviles, y, por supuesto, muy pocos profesores aceptan que los alumnos en clase estén más pendientes del móvil que de las dinámicas docentes. Aunque es probable que los periodistas hayan descontextualizado las afirmaciones para reclamar la atención del lector medio, parece claro que se avecina una batalla pedagógica importante entre quienes abogan por el uso ilimitado de las tecnologías en la educación y el uso restringido de las mismas en los procesos de aprendizaje.
Ciertamente, la edad es una variable importante que condiciona las posiciones en el debate. Ahora bien, ¿cuál es el límite de edad adecuado para consentir un uso ilimitado del móvil, el Smartphone o la tableta por parte de los alumnos? ¿Quién regula la limitación que se haya consensuado entre padres y maestros: las asociaciones de padres, la dirección de los centros, las autoridades educativas? ¿Es un problema que afecta únicamente a la enseñanza secundaria obligatoria y a los colegios que no están en la periferia del sistema?
El problema es más importante de lo que los tecnopedagogos consideran porque la gestión del uso de los dispositivos móviles puede dejar de ser un problema pedagógico para convertirse en un problema de orden público. A la misma hora que se inauguraba esta semana pedagógica, la fiscal coordinadora de menores de la Comunidad Valenciana anunciaba el incremento significativo del número de menores que agreden a sus padres. Hay una media semanal de tres adolescentes detenidos por las denuncias que sus padres han realizado. Se han incrementado de tal forma las situaciones de maltrato, que los padres se han visto obligados a acudir a la fiscalía por las agresiones que han recibido. Empezaron con la desobediencia, siguieron con el insulto, pasaron a las amenazas, continuaron con patadas, puñetazos, tirones de pelo y golpes.
Hace unos años promovimos la figura del Defensor del menor para proteger a los menores y evitar los malos tratos que se producían en la infancia o adolescencia. Hoy deberíamos promover el Defensor de la familia para proteger la convivencia familiar y evitar las conductas violentas, agresivas y disruptivas de estos menores y adolescentes en el entorno familiar.
Antes, las conductas violentas y agresivas contra los padres estaban causadas por la imposición de los horarios, la disciplina en los hábitos de estudio, higiene o limpieza, incluso por la negación del dinero o paga semanal. En los últimos años, el incremento de la agresividad está relacionado con los límites que los padres ponemos al uso de móviles, ordenadores e internet. La mala gestión del uso familiar de las tecnologías está en el origen de las conductas agresivas. Perdida casi toda la autoridad educativa en el contexto familiar, lo único que nos queda a los padres es amenazar con la desconexión. La determinación moral con la que puedan gestionarse las reglas de la convivencia apenas carece de valor porque hemos descubierto que, lo que de verdad les hace daño a nuestros hijos, y lo que de verdad les puede hacer pensar un poco, es la desconexión. Y ahí comienza, en muchos casos, la rebelión.
Si los responsables de la Fundación Santillana quieren tomarse en serio la educación, en algún momento deberían redactar estos beatíficos informes sobre la tecnología desde el despacho de los fiscales de menores. Es muy fácil proponer un uso indiscriminado de los móviles en contextos educativos de laboratorio, tampoco es difícil comprobar las ventajas de realizar los exámenes con ordenador. Lo realmente difícil es pensar el contexto educativo con todos sus elementos e incluir a las familias al ofrecer programas de mejora basados en el uso indiscriminado de la tecnología. Cuando esto sucede, los pedagogos seducidos por las nuevas tecnologías no tienen más remedio que aceptar que la tecnología es un medio y no un fin, que la inversión en tecnología siempre puede ser una condición necesaria para pensar la calidad educativa, pero nunca una condición suficiente.
Más información:
Educación y Redes sociales. La autoridad de educar en la era digital. Encuentro, Madrid 2013.
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