Tiene el miedo muchos ojos y ve las cosas debajo de la tierra Cervantes, Don Quijote "Oh, Dios poderoso sobre todos. Escucha el clamor de los desesperados, líbranos de las manos de los malhechores y a mí quítame el miedo". (Est 14,19)
Hace una semana recordábamos el silencio y la indiferencia de muchos ante la eliminación del pueblo judío en el genocidio nazi y sus campos de exterminio. Hay razones para el recuerdo y la denuncia. ¿Por qué toleramos el silencio y la indiferencia de la Unión Europea y otros países ante los emigrantes y refugiados muertos en el mar? Cerca de 5.000 personas perdieron la vida al tratar de llegar a Europa, lo que supone un incremento del 25% respecto al 2015, una cifra récord desde el inicio de la última crisis de refugiados. Estamos asistiendo a un auténtico "genocidio silencioso" ante la indiferencia de nuestros representantes y ante los ojos de todos. Es difícil que nos hagamos cargo de su situación desde nuestra imaginación acomodada y adormecida, la esclavitud del siglo XXI tiene el rostro del contrabando de inmigrantes en las fronteras y el silencio de muchos.
Vivimos en la sociedad del miedo, parece que en nuestra sociedad globalizada no estamos unidos por lazos de solidaridad, sino por los lazos del miedo. Vivimos una auténtica incertidumbre existencial que ahonda en la ansiedad, la incertidumbre y el miedo. Es una constante que se hace presente en toda la vida del ciudadano occidental. Se tiene miedo a todo, desde el tabaco a la globalización, desde la política a la economía, desde el que pasea por la calle a la mundialización. En la vanguardia del miedo están los más jóvenes, con el síndrome de "Peter Pan" (miedo a crecer) y una ausencia de búsqueda de los grandes ideales sociales, políticos, religiosos. Se tiene miedo al diferente, al extranjero, inmigrante, refugiado, mendigo, funcionario, policía, a la crisis, al terrorismo, etc. Vivimos un estado permanente de alerta, es posiblemente la carga amarga de nuestro bienestar.
Tal vez, tengamos mucho miedo porque tenemos muchas cosas, porque podemos perder mucho. El miedo es silencio nos recordaba el poema de Eduardo Galeano; el que no tiene miedo al hambre, tiene miedo a la comida; la democracia tiene miedo de recordar y el lenguaje tiene miedo de decir. El miedo manda en nuestro mundo global. Nuestras sociedades tecnificadas han perdido gran parte de su eficacia, multiplicando el riesgo y la incertidumbre. Por otro lado, las soluciones políticas y económicas, no son capaces de hacer frente a los desafíos de la globalización, retrocediendo hacia fórmulas neoliberales que acrecientan la brecha social y la incertidumbre. En este contexto, el poder ejerce una cierta pedagogía del miedo para poder manejar la incertidumbre y hacer ciudadanos más manejables.
Una manera de ahuyentar los miedos es la recuperación del sentido religioso de nuestra existencia. No porque el miedo y la muerte nos lleven a lo religioso y a los dioses como anhelo de inmortalidad, la historia de las religiones ha demostrado lo contrario. La presencia de lo divino en el hombre abre horizontes de sentido en nuestra existencia, sembrando en su interior anhelos de transcender. La religión no oculta el miedo y la muerte, ni lo elimina, pero lo coloca en un horizonte de sentido y de esperanza. El hombre que en profundidad experimenta el amor de Dios en su existencia, puede experimentar desmoronarse su yo exterior, pero experimenta el crecimiento de su yo interior, creciendo en existencia y en vida.
Frente al endurecimiento de las políticas del control de fronteras y la construcción de una hostilidad hacia el inmigrante y el refugiado y desde los discursos públicos y prácticas que estigmatizan y retroalimentan el rechazo y la xenofobia, subrayamos una ética de la hospitalidad. Tenemos urgencia de replantear los valores, principios y políticas que afectan a dicha realidad. Para un cristiano, ética de la hospitalidad es fruto del amor libre y gratuito de Dios. Es una bienvenida al otro como totalmente Otro, en cuya huella y trascendencia como persona encontramos un acceso privilegiado a Dios. La hospitalidad es la máxima entrega al otro, el clímax de la acción ética, ya que se acoge al otro que nada tiene que ver conmigo y de esta forma todos los extraños pasan a formar parte de la misma humanidad. El valor de la hospitalidad enseña a tener especial sensibilidad con las personas más vulnerables, los últimos y olvidados de nuestra cultura de la opulencia y el miedo. "Venid benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo [...] porque era emigrante y me acogisteis" (Mt 25,34-35)
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