15/diciembre/jueves
En estos días las luces navideñas inundan calles, plazas y avenidas de todas las ciudades. Un reclamo de los ayuntamientos, con la colaboración de los comerciantes, para que los ciudadanos sepamos a cada paso en qué tiempo estamos y, a la vez de alegrarnos la vista, animarnos a comprar más. A pesar de las crisis, el paro y el aumento de las personas que están en el umbral de la pobreza, la sociedad de consumo encuentra el mejor caldo de cultivo en el llamado espíritu navideño, un algo que nadie sabe qué es pero que existe.
A los árboles llenos de luces y colores, a los abetos y pinos tradicionales, cargados de reclamos, cartas de peticiones varias y regalos, se unen los belenes parroquiales en iglesias y conventos, centros cívicos, casas particulares y rincones del común. El nacimiento de Jesús de Nazaret, que curiosamente nació en Belén, es una efeméride imprescindible para los cristianos. Por eso la vida en las ciudades y pueblos se convierte estos días en un gran escenario, al modo del Auto Sacramental de los Reyes Magos, menos dramático y más bíblico, gigantesco siempre, y que tiene como guión central un canto a la alegría y la felicidad. A todos se nos nota en la cara que somos más felices. Incluso existe una especie de mandato mágico que nos lleva a buscar la felicidad como una obligación, esa que se persigue a través de los regalos, de las comidas y cenas de empresa, de la exaltación del compañerismo, de las reuniones familiares en torno a mesas exquisitas, la inundación de villancicos en los altavoces populares, los carruseles para los niños y las representaciones teatrales en los colegios, donde las pellizas de los pastores concentran el sabor del tiempo que vivimos.
Estos días los tengo clavados en mi retina desde los doce años, desde que empecé a estudiar el bachillerato en el Colegio Misionero del Verbo Divino. En Cañizo la Navidad era nieve, bolas de anís, pipas, palos de regaliz y cantos del coro de mujeres que animaban los actos litúrgicos. También se exponía un belén, expresión de la buena voluntad de Don Amado, el cura del pueblo, y sus feligresas ayudantes. El belén era como otros tantos en tantos pueblos, limitado en recursos, muy propio de una época donde lo que abundaba era la escasez de todo. Nada de riqueza al modo napolitano. Sí era un belén que reflejaba de modo casi exacto las condiciones del nacimiento de Jesús, porque la iglesia era una nevera enorme donde parecía que se fabricaba el frío y a la que procuraban acudir poco los mayores delicados de salud, no fuera que encontraran con un catarro que no habían buscado.
Pero en el convento de los frailes de Coreses era distinto. Aquello era una pequeña ciudad dedicada a Dios y cada año se generaba una explosión de alegría que embargaba a los padres, a los profesores y a los alumnos, grandes y chicos. El colegio tenía unas enormes escaleras a las que les daba la luz natural gracias a un espectacular ventanal que iba desde el piso bajo hasta el quinto. La anchura sería de unos ocho metros, lo que puede dar idea de la grandiosidad que se generaba tras cubrirse con unas cristaleras provisionales, de múltiples colores que, a imitación de la catedral de León, reflejaban pasajes bíblicos del nacimiento de Jesús, los Reyes Magos y todo lo concerniente a la Historia Sagrada, aquella que en los años sesenta nos inculcaban a los niños mucho más que las matemáticas. Eran relatos o cuentos que convergían en una enorme novela cargada de parábolas y enseñanzas que nos ayudaban a distinguir el bien del mal. A aquel ambiente de fantasía se unían las melodías de "pastores venid, pastores llegad?", "hacia Belén va una burra, rin, rin?"; "soy un pobre pastorcito que camina hacia Belén?","noche de paz, noche de amor?", "adeste fideles?" o "el tamborilero", de Raphael, que por entonces ya era una estrella de la canción. Ya había escrito hacía muchos años Charles Dickens "Cuento de Navidad", una obra maestra llena de enseñanzas, llevada al cine, y con una historia llena de imaginación.
Los buenos frailes de Coreses, en Zamora, nos entretenían a base de estudio, de rezos y de músicas, además, del fútbol, el deporte que colmaba todas mis ilusiones. El Padre Juan Frank, un alemán de corte prusiano, con sentido musical extraordinario, herencia de sus paisanos Bach, Beethoven o Wagner, nos ensayaba en el canto a todos, a unos y a otros, a los de oído fino y a los de tipo tapia como los míos. Es increíble la incapacidad de quien no tiene oído para la música. Por mucho que se entregue uno no se puede. Podríamos decir aquello del mítico torero Rafael Guerra: "lo que no puede ser no puede ser y además es imposible". Yo intenté estudiar música, que si la Clave de Sol y que si la Clave de Fa, en el armonio del colegio, con clases especiales y partituras sencillas y precisas. Pero ¡ imposible! Como en mi casa habíamos heredado un piano precioso de mi tía Pepita, yo quería aprender como fuera, pero la realidad me apartó. Tal era mi incapacidad para la música y la canción que una vez estábamos ensayando en la iglesia unos doscientos niños y el Padre Frank nos mandó callar a tres o cuatro, entre ellos a mi; que yo no cantara, que me dedicara a leer los evangelios mientras tanto. Destaqué por desafinar excesivamente. Envidiaba a mi amigo Alberto Vaquero, un virtuoso que con trece y catorce años ya componía canciones y el Padre Frank le dejaba tocar en el órgano de la Iglesia músicas gregorianas y clásicas.
Navidad, en los pagos castellanos y leoneses, como en casi toda España, es un tiempo de fríos y nieblas, de abrigos y bufandas, de cuellos altos. Y luces, muchas luces, enseña navideña propicia para el comercio y los grandes almacenes. La felicidad nos la ponen en la mano. ¿ Qué más se puede pedir? A veces la realidad es tan precisa que sólo hace falta escuchar las campañas publicitarias en prensa, radio y televisión. La publicidad, como el algodón, no engaña, no es subliminal, no se esconde en Navidad. Como un lema que he escuchado este año que directamente dice "¡Felices regalos!" A fin de cuentas ya no hay que esperar a los Reyes Magos de Oriente. Se les han adelantado Papá Noel, Santa Claus y todos los renos de la Europa fría y helada. Por eso ahora el tiempo de Navidad empieza a mediados de noviembre y termina casi a mitad de enero. Dos meses, dos, que hay que vender, que hay que comprar y que hay que ser felices. El sistema capitalista, consumista, exige esto: si no se vende no hay trabajo en las fábricas y los comercios, y si eso se produce llega el paro, más paro, hasta dar en una ruleta maldita que conduce a la crisis y a la pobreza. Es un sistema lleno de contradicciones, pero es el que tenemos y no sabemos cambiarlo. Cuando se ha intentado eso en algunos países, instalándose en los modos comunistas, la cosa ha ido aún a peor. Así que quedémonos con lo nuestro, que no es lo mejor, pero es lo menos malo, igual que la democracia.
La tradición manda, ahora corregida y aumentada, por el enorme desarrollo de todo tipo de comunicaciones. El mundo globalizado ha unido y uniformado gustos, ha horadado los interiores humanos y nos ha hecho devoradores de todo tipo de productos. Las voces críticas se quejan del despilfarro, y mi cabeza, cuando anda pausada, se apunta a esta tesis. Pero mi corazón, que es autónomo y tiene libertad de pensamiento, me dice que como estos días no tenga regalos se va a enfadar, que deje de monsergas, que me acerque a los comercios de proximidad y compre, que hay que dar vida a la ciudad, contribuir a mover el dinero, y a ser feliz, que en estas fecha toca. O sea: que atenderé la llamada de las emociones y no iré contra la corriente de este río navideño. Mi fuerza de voluntad es una ruina. "Campana sobre campana y sobre campana una?"
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