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Ser abogada
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Ser abogada

Actualizado 16/12/2016
Marta Ferreira

Ser abogada | Imagen 1

Nunca pensé ser abogada. Cuando estudiaba el bachillerato, mis proyectos apuntaban a la Medicina y la Arquitectura, y nunca se me pasó por la cabeza hacer Derecho. Pero la salud, como varias veces en mi vida, me jugó una mala pasada y me encontré con unas notas que me lo impedían. Entonces se me planteó el dilema y, como en casa mis padres habían estudiado Derecho y ejercían de profesores, opté por la solución más sencilla, sin saber si me iba a gustar o no y desde luego sin saber a qué me dedicaría si obtenía el título, porque con Derecho se pueden hacer las cosas más diversas.

Comencé la carrera con dificultades, me costó adaptarme a ella porque la mentalidad científica, a la que estaba habituada, tenía poco que ver con el estudio de las leyes. Pasar primero fue duro, aunque reconozco que hubo dos profesores que empezaron a abrirme a lo que significa ser jurista: el historiador Benjamín González Alonso, el discípulo de Tomás y Valiente, que me mostró los horizontes humanistas y críticos del Derecho, y Pelayo de la Rosa, el catedrático de Derecho Romano, que me explicó las vertientes prácticas y sociales que supone su ejercicio. A medida que fui cursando la licenciatura, empecé a entusiasmarme con lo que suponía ser abogado y lo mucho que podía hacer por las personas a través de este trabajo. En ello influyeron dos maestros: la civilista Esther Torrelles y el laboralista Rafael Sastre. Mis últimos cursos fueron la antítesis de los primeros y me di cuenta de que, sin querer, había elegido el camino que me llevaría a ser feliz.

Al acabar la carrera, el dilema se me replanteó: ¿qué hago, una oposición que me garantice un sueldo seguro toda mi vida o me lanzó al ejercicio de la abogacía, con todos sus riesgos? Pesó mi juventud y los consejos de mi padre y opté por la seguridad, dedicándome un año a la preparación de inspección de trabajo, y no me fue mal, pues aprobé el primer ejercicio y estuve a punto de conseguirlo en el segundo. Pero en ese momento, me di cuenta de que había cometido un grave error, porque yo no quería ser inspectora de trabajo, no tenía ninguna vocación, y sin embargo una y otra vez seguía rondándome la cabeza que había nacido para ser abogada. Colgué las oposiciones, me fui a Barcelona a hacer un master de abogacía y al cabo regresé a Salamanca porque la echaba mucho de menos y creí que aquí podría hacer realidad mis sueños de ser algún día una buena abogada.

Hice la pasantía en el bufete de Luis F. Nieto y tras ella me fui a trabajar a Guijuelo al despacho de Víctor Jiménez Fernández-Sesma. A ambos les debo mucho, me abrieron horizontes, me tutelaron en los comienzos tan difíciles en cualquier profesión y más aún en una tan compleja como la abogacía, y tras unos años me lancé a la piscina y abrí mi propio despacho, con toda la ilusión y los miedos del mundo, pero segura de que hacía lo que me gustaba y soñaba hacer. Aquí estoy hasta hoy.

¿Merece la pena ser abogada? Depende, claro, depende de que lo concibas como un modus vivendi o como una vocación. Si es solo lo primero, yo diría que no porque es un trabajo duro y sacrificado, con tu teléfono permanentemente abierto para tus clientes, y si no hay algo más, es duro resistirlo. Pero si, además de para ganarte tu sustento, encuentras en su ejercicio la alegría de estar haciendo algo muy útil y necesario en la sociedad como es hacer realidad la justicia, entonces pocas cosas te pueden satisfacer tanto. La justicia, gran palabra, gran ideal, ya me lo enseñaron mis maestros en Salamanca: "dar a cada uno lo suyo", pocas cosas tan importantes para quien ha sufrido una injusticia, para quien ha sido víctima de un desafuero, para quien se ve impotente ante el poderoso y llega a tu bufete buscando una pequeña esperanza. Cuántas confesiones de miedo, soledad, incomunicación, desasosiego e indignación, he recibido entre las paredes de mi despacho o en dependencias policiales y judiciales. Y qué alegría cuando he podido echar una mano a esas personas, que generalmente son agradecidas y no olvidan cuanto has hecho por ellas.

El abogado es un elemento esencial en la administración de justicia, junto con el juez y el fiscal, pero con un papel diferente. El abogado asume, generalmente, la defensa de la víctima, del que cree tener un derecho que no se le ha respetado, y plantea su punto de vista ante el juez, para que se le satisfaga. En esta función cumple uno de los grandes avances de la civilización que es la resolución de los conflictos de manera pacífica ante el Estado, desechando la venganza, confiando en que la imparcialidad e independencia de los jueces ponga las cosas en su sitio, y te utiliza a ti, abogada, para que lo lleves a término. Es una gran responsabilidad, pero cuando la ejerces con dedicación, sentido social y cercanía personal, es una fuente de enormes satisfacciones. Al acabar el día, te dices a ti misma: Ha valido la pena.

Un icono, una imagen de abogado a quien siempre vuelvo la vista, queriéndome parecer a ellos: la de James Stewart en "El hombre que mató a Liberty Valence", abriendo la ciudad sin ley al imperio de la ley, y la de Gregory Peck en "Matar a un ruiseñor", defendiendo al condenado de antemano pero que gracias a su pericia y humanidad va a demostrar su inocencia. Sí, me gustaría parecerme a ellos: idealistas, humanos, cordiales, confiados en la bondad natural del ser humano, que por ti no quede mejorar algo la sociedad en que vives. Y que, como ellos, cada noche, al cerrar la puerta de mi despacho para darme un garbeo por Salamanca, pueda caminar con la conciencia tranquila y el sentimiento de que hice lo que pude por un ser humano.

Marta FERREIRA

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