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La soledad en Navidad
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La soledad en Navidad

Actualizado 16/12/2016
Eutimio Cuesta

La soledad en Navidad | Imagen 1

El anciano animaba la lumbre de burrajos con la punta de las tenazas. Se inclinaba sobre sus rodillas e intentaba, inútilmente, aumentar el calor de la estancia con los cuatro cachos de ascuas y las cuatro puntas de palos, que se escondían, distraídamente, entre la ceniza. Muchos años tenían Antonio y la Francisca. La Francisca se encontraba más ligera, y se embozaba en el pañuelo negro, que anudaba a la barbilla; en cambio, Antonio, "Antón" , como lo decía ella, tenía el rostro más apergaminado, más arrugado, y las piernas más torpes: el peso del legón y de las parihuelas habían machacado demasiado sus huesos, hasta el punto de paralizarlos; de su nariz, pendía una "guinda", que él intentaba, sin disimulo, atrapar con un moquero grande, que se columpiaba en su muslo derecho; de pronto, una lágrima se despanzurraba, de repente, contra la pernera de su pantalón de pana. No me miraba; su vista estaba lejos, en otro lugar, en otro ensueño tanto o más frustrante, que aquel de la cocina llena de frío por todas las partes.

Musitó, con voz casi imperceptible: "Trabajar de sol a sol para esto?". La Francisca me ofreció unas galletas "maría". No me resistí, no me podía resistir, porque aquel plato con galletas entrañaba el valor más grande del pobre: la generosidad; mientras tanto, Antonio seguía meciéndose entre sus desengaños.

Y, para calentar el ambiente y recompensarlo con alguna añoranza, intenté hacerlos retroceder a aquellos años de plena juventud un tanto más ilusionantes; les recordé aquella "navidad", la del candil, la del silencio en las calles, la del calor más familiar: aquella en la que nadie tenía excusa para no sentarse en torno a la mesa; pero "Antón" seguía ensimismado, abstraído en su profunda reflexión callada. Vivía sumido en su soledad interior, y, tan ni siquiera, habían tenido hijos, ni habían disfrutado de una sonrisa ajena, salvo, el maullido cansino de su gato hambriento.

Me salí de aquella cocina contagiado de soledad y de tristeza triste; y esta vivencia de cocina me evocó aquel hecho que sucedió en Nazaret con una familia sin techo, que tuvo que salir huyendo a otro país, mientras, en el suyo, se le cerraban las puertas; y, concluí, en mi reflexión que, a medida de que este mundo se introduce, cada instante, en más progreso, en más tecnificación y en más riqueza, se deshumaniza más descaradamente, como lo muestran esas imágenes sangrantes de personas, que atraviesan desfiladeros de montaña y cruzan los mares en pateras en busca de posada y de un plato caliente de comida, y se les niega.

Y, con este sin vivir, avanzaba por la calle acompañado de bullicio, de ajetreo y de prisas; de gente, de mucha gente; de escaparates agresivos, de luces de magia; de material bélico incendiario y estremecedor; de ambiciones desmedidas; de hipocresías inconfesables y cínicas?

Y llego a mi casa y me pregunto: ¿con quiénes voy a celebrar la Navidad con los de Nazaret o con los "herodes insatisfechos"?

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