Sanabria es una tierra donde a veces las carreteras no conducen a ninguna parte; donde la montaña, la frontera natural con Portugal y la falta de infraestructuras han aislado secularmente a sus gentes. Gentes supervivientes de los rigores de la sierra, de la despoblación y del olvido, como ocurre a lo largo de toda la Raya con Portugal, en el oeste salmantino donde a veces uno se plantea si Cristo habrá perdido allí el mechero, en pueblos más dejados de la mano del hombre que de Dios.
Sé de lo que hablo. A diferencia de Andreu Buenafuente, conozco cada palmo del terreno, amo cada centímetro de esa tierra verde y hermosa de casas de piedra y pizarra, su Lago espejo de soledades en cuyas aguas están escritas mi infancia y mi adolescencia, los días de verano, los cuadros de mi padre, el olor del óleo y el aguarrás.
Conozco los pueblos, las gentes de esa tierra que no aparece en los mapas. Una tierra donde aún he visto a mujeres jóvenes envejecidas prematuramente con el pañuelo en la cabeza y los hijos atados a la cintura para ir al campo; donde de niña me apartaba para dejar pasar las yuntas de los bueyes y los carros cargados de heno, donde los mastines se duermen en la carretera sin que los despierte el progreso. Una tierra en la que conocí calles sin asfaltar hechas un barrizal en días de tormenta o el frío y las humedades de los inviernos en las casas con paredes de papel con que Franco quiso idemnizar, silenciar el dolor y la miseria de un pueblo que pereció entero bajo las aguas de una presa mal construida, cumpliendo así una leyenda maldita.
Sanabria, como Aliste, está condenada a la despoblación porque sus hijos tuvieron que marcharse a ganarse el pan a otras tierras, a ciudades grandes que sí aparecen en el mapa como Madrid o Bilbao, donde había dinero para invertir en industria y en desarrollo. Esto al señor Buenafuente le sonará también a chiste, como que hace apenas 15 años -solo quince años, un suspiro- Salamanca capital o Zamora no tuvieran ni siquiera una autovía que las uniese con Madrid, mientras se vertebraba a toda prisa la Vía de la Plata para unir todo el oeste de norte a sur.
Mientras el ministerio y la historia intentaban reparar los gravísimos agravios comparativos entre los distintos pueblos de España y aprobar, aunque tarde, las grandes asignaturas pendientes de este país con tantos miles de vecinos que han visto cómo sus hijos se tenían que marchar, cómo las casas de los vecinos cerraban con unas gentes envejecidas que no han hecho otra cosa más en su vida que trabajar como mulos para poder mandar a los chicos a estudiar fuera.
La estación de AVE de Otero de Sanabria, un pueblo de 26 habitantes como tantos pueblos pequeñitos que salpican nuestra geografía, vertebrará todo el norte de la provincia zamorana, el acceso al sur de León y supone la línea de alta de velocidad más cercana con Madrid y Galicia para miles de vecinos portugueses, sustituyendo el servicio de la estación de Puebla, cabeza de la comarca, donde el tren no se detendrá al ser un paso soterrado en el nuevo trazado ferroviario. Acostumbrados al mangoneo que ha sufrido la cosa pública por unos y otros, puedo entender las suspicacias de Buenfuente, pero nunca la penosa caricatura de los sanabreses, auténticos héroes, auténticos supervivientes en una tierra tan dura como hermosa.
La estación de Otero dará servicio a miles de personas en un pueblo de apenas 26 habitantes. Pero cualquier estación en cualquier pueblo de Sanabria será un apeadero, una vía rápida a la dignidad de las gentes de mi tierra. A esos hijos del olvido, de la despoblación y de los caprichos de la geografía, tan recios.
Solo por eso -créame, señor Buenafuente- cada pueblo de Sanabria, cada pueblo de la Raya, merecería una estación de velocidad alta, un mirador a la vida. Eso sí sería una fiesta loca para todos.
Sanabresa con dos niños (fragmento de un cuadro de Antonio Pedrero)
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