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La tierra, cuna de vida
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La tierra, cuna de vida

Actualizado 29/11/2016
Emilio Vicente de Paz

Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás (Génesis 3:19)

De la llanura en la Armuña, de mi mano, plantado tengo un huerto (que fray Luis me perdone), en ese huerto he derramado bastantes sudores y he dejado, no pocos dolores de espalda y riñones. He pasado horas inclinado hacia el terruño, para acondicionarle, limpiarle de malas hierbas, y procurando que las semillas cayeran en el mejor lugar para que se abrieran paso entre los duros terrones que ante la escasez de agua se aprietan como piedras.

Nunca lo he hecho por necesidad, sino por fundirme con esa dura tierra que mis antepasados tuvieron que labrar para ganarse su pan y el de sus hijos. Cuando más duro se me hace el trabajo, más feliz me siento, porque comprendo y conecto mejor con aquellas pasadas generaciones que tuvieron que extraer de esa tierra, con doloroso trabajo, las míseras cosechas que les permitieron sobrevivir.

Me gustaría que mis hijos y mis nietos, sintieran esa llamada, esa atracción que el hombre nunca debería perder hacia la tierra, que sintieran ese amor por aquellos parajes, por aquellos labrados campos, de los que, con tanto sacrificio, sus antepasados supieron extraer, honradamente, el humilde fruto, justo e indispensable, para vivir.

En no pocas ocasiones, mientras trabajo en las labores de la tierra, oigo las campanas de la iglesia del pueblo, que dista a poco más de medio kilómetro. Campanas que han escuchado tantas generaciones a lo largo de tantos años, siempre iguales y distintas. Recuerdo la perdida tradición del Ángelus de las 12 del mediodía. Pienso en aquellos hombres y mujeres, algunos venidos de otras tierras, que al oír las campanas, enderezaban su cuerpo, y mirando hacia el pueblo se santiguaban, con gran devoción. Para volver a inclinarse hacia la dura tierra, mientras el sol quemaba implacable sus curtidas espaldas. Hago un alto en mi tarea y les dedico un emotivo recuerdo, les doy las gracias por haber estado ahí, por haber luchado en batalla desigual contra sequias e inundaciones, contra la tierra, las enfermedades, el hambre y la sed, el calor, el frío y las malas cosechas? y haber salido siempre victoriosos, aunque el precio que tuvieron que pagar fue muy elevado

Pienso que cuando yo no esté, cuando otros sean los que piensen en mí, seguirán tocando las campanas, aunque otros serán los oídos que las escuchen, y me acuerdo de Juan Ramón Jiménez: y tocarán, como esta tarde están tocando, / las campanas del campanario.

Allí, rodeado de hortalizas, a la humilde sombra de los árboles frutales, también de mi mano plantados, me complazco viéndoles cubiertos de flores que anuncian su fruto cierto. Cuando la primavera toca a su fin y los implacables rayos de sol anuncian los calores del verano, me cobijo bajo la refrescante y protectora sombra de las parras que rodean el sencillo caseto donde guardo los aperos de labranza. Allí, me siento relajado, tranquilo, apartado del mundanal ruido.

Cada mañana, muy temprano, azadilla en ristre, visito mi huerto, escudriño la tierra surco a surco, elimino las malas hierbas, busco algún nuevo brote en las tomateras, con la ilusión de descubrir el despertar de las primeras flores, tímidas, porque la primavera guarda traicioneras noches de heladas que acechan hasta que mayo nos abandona. Repaso los surcos en los que hace días he depositado unas judías, con la ilusión de descubrir si alguna, tras tenaz lucha contra la dura capa de la tierra, la ha vencido, formando diminutos sombreros bajo los cuales se adivina la frágil planta que se asoma a una nueva vida.

Ahora, la Iglesia dice que no debemos dejar nuestras cenizas desparramadas en cualquier lugar, sino que debemos hacerlo en sagrado. Para mí, pocos lugares hay más sagrados que mi huerto. Si en él he dejado mi sudor, mi esfuerzo, mis pensamientos, mis ilusiones, mis penas y mis alegrías, ¿por qué no voy a poder dejar mis cenizas?

Vuelve Juan Ramón Jiménez a mi memoria, y pienso, que cuando yo no esté, los árboles, las parras, la tierra misma seguirán su ciclo, ignorantes de mi ausencia. Y tal vez, en la pared del caseto en el que guardo los aperos de labranza y a la sombra de las parras, haya una placa con estos versos de "El viaje definitivo":

Se morirán aquellos que me amaron;

y el pueblo se hará nuevo cada año;

y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,

mi espíritu errará nostáljico?

Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol

verde, sin pozo blanco,

sin cielo azul y plácido?

Y se quedarán los pájaros cantando.

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