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Tarta de manzana
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Tarta de manzana

Actualizado 17/11/2016
Juan José Nieto Lobato

Tarta de manzana | Imagen 1

Ayer regresaba a casa de noche cuando me encontré, en un pequeño descampado, a un grupo de niños corriendo sin aparente sentido. En torno a ellos, sus madres hacían un recorrido por las biografías de sus profesores y presumían de su receta del pollo guisado, el tostón cuchifrito o la tarta de manzana. Ello hasta que uno de ellos tropezó con un pequeño bache del asfalto y dio de morros contra el suelo dando inicio, de esta manera, a una descomunal llorera. La madre, claro, dejó el postre en el horno y se acercó a auxiliar a su retoño en un gesto de compasión. Mientras, los otros niños seguían corriendo, gritando y alejándose del compañero caído, aprovechando su tropiezo para mejorar su situación en el juego.

Esta lección fue la misma que tuvo que recordarle Brandon Jennings a Willy Hernangómez durante el partido que enfrentó a New York Knicks y Brooklyn Nets al inicio de esta semana (ver la escena pinchando AQUÍ). En un alarde de generosidad, el pívot español quiso levantar a un jugador rival tras propinarle una dura falta, creyendo ser su madre y cocinarle todos los domingos tarta de manzana. Sin embargo, su base, criado en Compton, uno de los suburbios de Los Ángeles, le recordó que esto era la guerra, que ellos vestían de azul y los Nets de negro y que los de azul no ayudan a los de negro, no por racismo, sino por una sana rivalidad que concluye una vez finalizado el partido, cuando los de azul y los de negro recobran el permiso para hablarse y hasta bromear.

Fue el bueno de Willy a Estados Unidos con mentalidad europea judeocristiana, con un concepto amplio de lo que significa ayudar al prójimo y una consideración literal del "fair play". Le dio la mano pensando que aquello era lo correcto, lo que aprobarían sus padres al verlo por televisión. También su profesor de religión, fallecido hace años y fiel seguidor de las enseñanzas evangélicas. Pero aterrizó en el Madison, centro neurálgico de una liga que, aunque apesta a mercadotecnia, sigue conservando en su ADN las raíces del playground, de ese juego en el que ganar es el sinónimo más preciso de sobrevivir.

Personalmente, nunca le reprocharía a un jugador, o compañero, el acto de ayudar a levantar a un rival. Es más, seguramente lo aplaudiría, certificando con ello la teatralización de la realidad que supone el juego. Sin embargo, quitémonos las caretas a la hora de hablar sobre la ejemplaridad en el deporte. Desmontemos al Barón de Coubertin, honesto, si acaso, por rico, que no al contrario. Y a tantos otros, caballeros en la pista y con cuentas en Mauricio o Suiza. Y entendamos también a aquellos que, en condiciones difíciles, crecieron en pistas con vallas enrejadas y redes de cadenas, sin perspectivas de futuro ni horizontes despejados. Chicos que no entendieron eso del deporte como microteatro, sino más bien aquello del baloncesto como la vida. Eso, y que en su casa no había madre que les cocinara tarta de manzana los domingos.

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