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Ni Imperio, ni Supermercado. Nueva visión, gratuidad compartida
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Ni Imperio, ni Supermercado. Nueva visión, gratuidad compartida

Actualizado 15/11/2016
Higinio Mirón

Ni Imperio, ni Supermercado. Nueva visión, gratuidad compartida | Imagen 1Toda unidad religiosa que se impone es siempre mala, pero la unidad de las religiones no se puede conseguir tampoco a través de un tipo de parlamento, en la línea de las democracias occidentales (en las que el Parlamente termina siendo un super-mercado al servicio de los intereses del Imperio económico).

En este contexto, nos hallamos influidos por aplicación de los métodos y formas de un parlamentarismo de mercado, siguiendo la línea de algunos teóricos de la filosofía de la comunicación. Es evidente que el tema de la libertad y el diálogo resulta esencial para toda propuesta religiosa; pero es muy posible que no baste un modelo de diálogo parlamentario que se encuentra influido por los esquemas del imperio y del mercado que hemos señalado antes.

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Las religiones tienen un compromiso de apertura hacia grupos y personas que caen fueran de las mayorías parlamentarias; para ellas, lo más importante no son los grandes números, el triunfo de las mayorías, sino al contrario: la vida de los más pobres, la experiencia de un Misterio (el tema del Elefante, de la Luz, y de la Gratuidad, de la que hablé el pasado) que está más allá de todos los posibles acuerdos logrados por mayoría, más allá de todos los convencimientos puramente racionales.

1. CUATRO PRINCIPIOS

1. Ni imposición ni puro parlamentarismo

1. Más que un puro parlamento de religiones. Ciertamente, es bueno un "parlamento de religiones", un lugar donde ellas vengan a dialogar y presentar sus propuestas. Por eso, las religiones deben hablar y compartir sus experiencias: lo que ha visto en el Gran Elefante, el color del espectro de Luz que han explorado, el don que han recibido... Pero cada una ha de hacerlo buscando el bien de las demás, no para formar un gobierno donde los triunfadores impongan su criterio y los opositores lo combatan, sino todo lo contrario. En línea religiosa, sólo serán vencedores los que sean capaces de renunciar más intensamente (los que menos quieran para sí); en esa línea, sólo tendrán palabra aquellos que la ofrezcan y compartan con los otros, sin reservarla para sí mismo.

Sin duda, universalidad de tipo parlamentario es positiva, pero ella resulta insuficiente en el diálogo religioso. Al decir esto, no tratamos de negar el diálogo formal, sino de trascenderlo. Sólo siendo más que un "parlamento" (nunca menos) el diálogo entre las religiones podrá ofrecer un camino de vida a la humanidad actual, en línea de paz. Los grupos religiosos que se niegan al diálogo niegan algo que es esencial para la vida humana; pero, al mismo tiempo, estoy convencido de que otros grupos religiosos que desconfían de un tipo de democracia parlamentaria, de tipo occidental, tienen también sus razones, porque esa forma de democracia puede estar y está muchas veces al servicio del poder de algunos, no del despliegue del misterio y de la vida (diálogo gratuito) de todos.

2. Profundización en las propias tradiciones.

En ese sentido, creo que el universalismo propio de las religiones ha de buscarse a través de una profundización en la propia experiencia y tradición espiritual. Cada vez tengo más miedo a la nivelación de religiones, a la búsqueda de un común denominador... La búsqueda de ese común denominador (vinculado a veces a una paz superficial, que puede ser la del sistema) tiene su importancia, pero resulta insuficiente, porque no llega a la raíz de las religiones, al lugar donde ellas cultivan y ofrecen su experiencia más honda de encuentro con el misterio (han palpado al Elefante) y de apertura hacia la Luz (han vislumbrado su hondura originaria). En ese sentido pienso que una religión sólo puede ser ecuménica cuando ella busca lo más esencial de su propia tradición. Estoy convencido de que el cristianismo (la religión que mejor conozco), visto desde su raíz, es más que el cristianismo estructurado (es decir, más que iglesia católica, más que el conjunto de las iglesias...).

El pasaje de las "revelaciones múltiples de Dios en las religiones" (Hebreos 1, 1), añade que "ahora, en los últimos tiempos, Dios nos ha hablado por su Hijo Jesucristo", suponiendo que en él se encuentra la verdad completa. Algunos han interpretado esa afirmación de un modo exclusivista, como si ya no hicieran falta otras religiones, como si una forma de entender la Verdad de Cristo pudiera y debiera imponerse sobre todo. Pues bien, es todo lo contrario: conforme al evangelio, los cristianos saben que la verdad de Jesús de Nazaret es universal sólo en la medida en que ella renuncia a imponerse, sólo en la medida en que sus portadores, los cristianos buscan el bien de los demás (de los no cristianos) como el suyo propio. En esta línea se puede añadir que sólo será buen cristiano aquel que busque y promueve el bien de los otros grupos religiosos igual (o incluso más) que el bien de su grupo.

Un cristiano que sólo quiera el triunfo del cristianismo no es cristiano, porque Jesús murió por todos, para negar el poder (la imposición) de una religión particular y para hacer así posible la apertura afectiva, espiritual y humana (sanadora), hacia todos los hombres. Eso significa que para el cristianismo sea cristiano ha de ser más que una religión particular. El cristianismo ha de ser una inspiración o movimiento que se abre (sin afán proselitista, sin deseo de triunfo propio) hacia las restantes religiones, en línea de conspiración, para así compartir la riqueza de la vida.

3. De la confrontación al entendimiento. Conocer la experiencia de otros.

Conforme al mito de la Torre de Babel (Gen 11), en otro tiempo fue posible separarse y pervivir conforme a ese gesto de ruptura y enfrentamiento continuo: cada pueblo se fue por su camino, con su lengua y religión, todos decepcionados, todos divididos, hasta poblar el mundo entero, en un camino que ha culminado en nosotros. Hay ya no es posible seguir ese camino, mantener esa actitud de enfrentamiento que nace del deseo de conquistar por la fuerza la Torre y dominar sobre el mundo entero. O aprendemos a dialogar, no construyendo torres de poder, sino buscando cada uno el bien de los demás y conspirando todos en la línea del amor mutuo, o nos terminas destruyendo y destruimos la gran aventura de la Vida de Dios que se expresa en nuestra vida. Eso significa que tenemos que aprender a dialogar desde un Misterio superior de gratuidad, aceptándonos unos a otros como distintos, en amor gratuito, estando cada uno dispuesto a morir a favor de los demás y no a matarlos. De no hacerlo, podemos acabar matándonos todos.

Sólo en este contexto podemos apelar los cristianos a la verdad de Jesús, a quien concebimos como Palabra de Dios (Jn 1, 1-18). Nosotros hacemos presente a Jesús como Palabra y Verdad sólo allí donde renunciamos a imponerla e imponernos, sólo allí donde rechazamos todo deseo de triunfo particular y ponemos nuestra vida creyente y nuestras instituciones eclesiales al servicio del diálogo en amor entre todos los hombres. Ciertamente, nosotros, los cristianos, creemos haber experimentado una parte del gran Elefante, hemos descubierto un color en el espectro de colores de la revelación de Dios. Más aún, hablando humildemente, en voz temblorosa, sin querer imponernos sobre los demás, podemos y debemos decir que creemos que Dios se ha revelado más plenamente en Cristo, más aún, que Cristo es el Hijo de Dios. Pero, tan pronto como hemos dicho eso, debemos añadir que esa Verdad no nos concede ningún poder o ventaja sobre los otros, sino todo lo contrario: nos hace servidores de ellos, de todos.

Eso significa que la unidad entre las religiones sólo puede entenderse y realizarse abriendo espacios de diálogo para todos los hombres, sin que una religión se imponga sobre las restantes, sin que los hombres religiosos se impongan sobre los no religiosos, sino todo lo contrario. Los cristianos no queremos que todos los hombres se hagan cristianos en línea confesional (como miembros de nuestra iglesia concreta), sino que puedan ser hombres en plenitud, viviendo en gratuidad, y que de esa forma puedan descubrir y compartir el don de la vida.

Por eso decimos que Jesús es el hombre verdadero. Jesús no fue un cristiano, no fue miembro de una iglesia, gerente de una empresa espiritual, ministro de un determinado culto (obispo, pastor...), sino simplemente un hombre (Hijo de Hombre), al servicio de la humanidad entera, de la salud y de la vida de los hombres. Jesús había sido crucificado porque se puso al servicio de los distintos y extraños, de los expulsados del "buen pueblo" israelita: los cojos-mancos-ciegos, los publicanos y prostitutas, los leprosos y ciegos... Quiso abrir para todos un camino de humanidad y concordia y, precisamente por eso, le mataron.

Pues bien, los cristianos confiesan que Jesús ha resucitado, es decir, que ha sido recibido en la vida plena de Dios y que continúa influyendo en el mundo, allí donde los hombres y mujeres siguen comportándose como él se comportaba, siguen abriendo caminos de comunicación gratuita. En principio, los cristianos no quisieron crear una nueva religión, sino abrir unos espacios de comunicación y esperanza universal desde el mismo judaísmo, superando para ellos sus leyes particularistas (leyes rituales, de comidas). Ellos lo hicieron así precisamente para poder dialogar con todos los hombres, pensando que podían ofrecer a la humanidad entera un modelo y camino de diálogo en humanidad.

En ese contexto se sitúa la disputa esencial de la iglesia primitiva, que está relacionada con la misión de Pablo, de quien hemos hablado hace poco. Algunos cristianos de origen judío querían entender el cristianismo como una religión cerrada, con unas leyes o normas de pureza muy estricta, como querían algunas corrientes judías de aquel tiempo: todos debían circuncidarse, no comer carne de cerdo ni otros alimentos impuros, debían realizar unos rituales de purificación (lavatorios), llevar unos vestidos especiales, observar unas fiestas (sábados, lunas llenas), venerar ciertos santuarios (Jerusalén...).

San Pablo no prohibió esas leyes, dejo que las siguieran observando aquellos que se sintieran vinculados a ellas, pero se opuso con toda fuerza a quienes querían imponerlas a los otros. Cada pueblo podía tener sus costumbres sagradas (judíos, griegos, escitas...), sus propios rituales de comidas y plegarias, de templos y fiestas; por eso, quien quisiera circuncidarse podía hacerlo, lo mismo que el que decidiera no comer carne de cerdo, siempre que no lo impusiera a los demás, ni lo tomara como lo fundamental. La religión de Cristo era, a su juicio, una experiencia de gracia y comunicación abierta, es decir, de diálogo entre todos los hombres.

Los cristianos y otros hombres religiosos de la actualidad nos seguimos encontrando precisamente allí donde nos dejó San Pablo, con los mismos problemas que él tuvo. En ese sentido, los creyentes de las llamadas grandes religiones (cristianos, budistas, musulmanes) no queremos crear una religión más, no queremos tener unos ritos particulares, que sólo valen para algunos, no queremos crear unas instituciones propias de tipo sagrado, sino poner de relieve al amor mutuo universal (cristianos), la pacificación de todos los hombres (islam), la superación de la violencia (budismo)... Cultivamos, según eso, una experiencia secular, abierta a la totalidad de los hombres, como sabe Jn 4, 23: "No adoramos a Dios en Jerusalén o en Garicín, con unos ritos u otros, sino sólo en Espíritu y Verdad".

Ciertamente, por la presión de la vida, el cristianismo (como el Islam y otras religiones) ha tenido que transformarse en un grupo particular, con unas estructuras ministeriales, con unos ritos particulares muy hondos (sacramentos), propios de iniciados. Esa transformación ha sido necesaria, pero resulta siempre secundaria y mudable, es algo que puede y debe cambiar, desde la inspiración básica de Jesús (acentuada por Pablo): El cristianismo no es una religión más, con unos ritos entre otros, sino que quiere ser y es una gracia y experiencia mesiánica de unión de amor entre todos los hombres. La religión se identifica con esa misma comunión de vida universal.

4. Más allá del modelo del supermercado.

Esa comunión universal no puede entenderse en línea de "supermercado", como si la religión fuera como producto especial que se expone entre los diversos objetos de consumo. Imaginemos una gran área comercial, con sus estantes propios y sus variedades, prêt a porter, a gusto de consumidores. Pueden colocarse a los lados del gran mercado ciertas capillas especiales, para las religiones más significativas (con sus santos ritos) o templos multi-uso, donde se ofrezcan y vendan ceremonias distintas, según demanda. Esta sería la religión de los mass media, en los que se opina de todo, todo se valora por igual, de manera que al fin resulta intercambiable Cristo con Krisna, Buda con Mahoma, Moisés con Zoroastro y Confucio con Sócrates, convenientemente domesticados todos ellos, para consumo de masas. En este contexto las religiones antiguas deberían perder su identidad específica, dominadas todas ellas por la única religión verdadera de la actualidad, que es la del sistema económico-social, con sus tres personas-máscaras (capital, empresa, mercado) y su único Dios verdadero (que es el triunfo del sistema).

Pues bien, el cristianismo de Pablo (como las grandes religiones: Budismo, Islam etc.) se opone a las tendencias de ese supermercado: no quiere comprar ni vender nada, quiere salir del sistema comercial, para poner a todos los hombres y mujeres ante la única gracia y tarea de la vida, que es el amor mutuo, sobre todo simple ley, sobre toda sacralidad particular. Desde la perspectiva del mercado se podría manipular el desarrollo anterior: Las diversas partes del elefante se podrían comprar y vender, todas ellas por dinero; los colores del arco iris se habrían unificado en el puro capital; al fin, habríamos logrado construir la Torre de Babel, pero sin confusiones, pues el único mercado nos capacita para dialogar a todos; este sería el momento de la verdadera conspiración, el nuevo Pentecostés, la única conquista verdadera de la tierra (las antiguas, de cristianos o musulmanes, de persas o romanos) fueron pasajeras... Habría un gran mercado de religiones. Estaríamos en el tiempo de la gran unidad (de confusión) universal; dejarían de existir diferencias religiosas significativas.

Así dicen muchos. Pero, en contra de ellos, desde la perspectiva de Jesús y de las grandes religiones, debemos contestar que el hombre es más que un momento del sistema, la vida es más que mercado. Por eso seguimos defendiendo la diversidad de religiones, no como objeto de mercado, sino como experiencia de humanidad, que se expresa y realiza en el amor mutuo. No negamos, ni condenamos las diversas religiones, sino todo lo contrario: creemos que son expresiones verdaderas del único Dios o del gran misterio de la Vida humana. Pero queremos buscar la comunión de fondo en todas ellas, no por victoria de una sobre las demás, sino por iluminación superior de gracia (que los cristianos pensamos que se puede realizar desde Jesús). No queremos que el mercado destruya a las religiones, porque no queremos que destruya a los pobres.

3. GLOBALIZACIÓN SOCIAL Y GERMEN RELIGIOSO

1. Globalización política ¿una solución católica?.

La globalización político-económica es buena en un nivel, pero no resuelve todos los hombres, sino que incluso podría aumentarlos, pues si hubiera una autoridad mundial unificada podría desembocar en la más dura de todas las dictaduras hasta ahora conocidas, en la línea de los "imperios" mundiales (babilonio, persa, helenista, romano?) que había criticado el libro de Daniel y el Apocalipsis de Juan. Por eso, junto a la globalización imparable del sistema, sería necesaria una forma distinta de globalización en el nivel del mundo de la vida (y de la comunicación religiosa, y en especial cristiana).

En esa línea resulta interesante, aunque quizá insuficiente, la visión del Papa Benedicto XVI en su encíclica social Caritas in Veritate (2009), exponiendo un programa de paz mundial, a partir de la unión de todos los poderes (estados) del mundo, con la ayuda de un ejército mundial. Conforme a esa visión, los "estados" que deben ceder en parte sus poderes para así formar un gobierno mundial, al servicio de la humanidad. Todo nos permite suponer (en perspectiva de utopía) que el tiempo de los grandes estados nacionales e internacionales (con los bloques económico-militares) ha pasado o debe pasar. Ciertamente, quedarán los pueblos, los valores culturales, pero los estados perderán su influjo en el sistema y no serán beneficiosos para el mundo de la vida; no son Dios, ni servidores divinos, ni tendrán un lugar preparado en el "cielo" .

El problema está pues en la superación del tipo actual de los estados, para crear un tipo de poder mundial, al servicio de la paz. Así lo dice Benedicto XVI, indicando que el cristianismo va en la línea de la buena política (es decir, de un cambio de política) de los Estados y el Mercado, que debería realizarse partiendo de la autoridad de un poder central más alto, de tipo Autoridad económico-política, representada por las Naciones Unidas:

Ante el imparable aumento de la interdependencia mundial, y también en presencia de una recesión de alcance global, se siente mucho la urgencia de la reforma tanto de la Organización de las Naciones Unidas como de la Arquitectura Económica y Financiera Internacional, para que se dé una concreción real al concepto de familia de naciones. Y se siente la urgencia de encontrar formas innovadoras para poner en práctica el principio de la responsabilidad de proteger y dar también una voz eficaz en las decisiones comunes a las naciones más pobres. Esto aparece necesario precisamente con vistas a un ordenamiento político, jurídico y económico que incremente y oriente la colaboración internacional hacia el desarrollo solidario de todos los pueblos. Para gobernar la economía mundial, para sanear las economías afectadas por la crisis, para prevenir su empeoramiento y mayores desequilibrios consiguientes, para lograr un oportuno desarme integral, la seguridad alimenticia y la paz, para garantizar la salvaguardia del ambiente y regular los flujos migratorios, urge la presencia de una verdadera Autoridad Política Mundial, como fue ya esbozada por mi Predecesor, el Beato Juan XXIII. Esta Autoridad deberá estar regulada por el derecho, atenerse de manera concreta a los principios de subsidiaridad y de solidaridad, estar ordenada a la realización del bien común comprometerse en la realización de un auténtico desarrollo humano integral inspirado en los valores de la caridad en la verdad (Caritas in Veritate 67) .

Esa autoridad política mundial implica una globalización político-económica, al servicio de la justicia y de la paz. Evidentemente, esa autoridad, entre cuyas tareas se encuentre el "oportuno desame integral", resulta no sólo positiva, sino necesaria. En esa línea parece conveniente el surgimiento de una "Autoridad Política Mundial" al servicio de la seguridad alimenticia y de la paz. Por eso debemos empezar alabando calurosamente al Papa y alegrándonos mucho de su compromiso a favor de la paz, desde una perspectiva económica ejemplar, en línea de sistema.

Pero debemos añadir que, en principio, su propuesta se sitúa en un plano de sistema de poder, más que en el nivel más alto del mundo de la vida, propio del cristianismo, que resulta a nuestro juicio decisivo. Lógicamente, en un discurso de tipo jurídico-político, el Papa no puede apelar al Sermón de la Montaña, ni a las palabras centrales del mensaje de Jesús (no cita a Mc ni a Lc, ni los textos básicos de Mateo). Por eso, su propuesta, siendo muy sabia (quizá la mejor que se puede hacer desde un orden superior de política y economía humanista), no responde a la exigencia originaria de Jesús, que no dictó lecciones para los gobernantes y los ricos del sistema, sino que abrió un camino de solidaridad sanadora y de paz desde lo pobres.

Lo que dice Benedicto XVI es, en el fondo, lo que deseaban J. Habermas y los mejores neo-ilustrados de izquierda (de los que he tratado antes). Pero, como vengo señalando en el fondo de este libro, para los cristianos, lo más importante no es un cambio en el plano del sistema, sino una transformación radical en el mundo de la vida, con el surgimiento y camino de personas y grupos que opten por la comunicación universal, humana, desde abajo, es decir, partiendo de los pobres/itinerantes (que son los que pueden curar a los ricos). Sólo desde ese plano podrá promoverse una oportuna transformación del sistema político-económico.

Jesús y los grandes creadores religiosos como Buda (dejo aquí a un lado a Mahoma) vinieron a situarse en el "mundo de la vida". No quisieron tomar el poder para cambiar el Estado y la economía mundial (ni quisieron influir en la configuración de las instituciones mundiales), sino que optaron por iluminar (convertir) a personas y grupos concretos, iniciando con ellos (para ellos) un camino distinto de paz mesiánica, en una línea que se sitúa cerca de lo que podríamos llamar "objeción de conciencia" y rechazo del mundo de la guerra. No se trata de lograr un pequeño cambio en la fachada del sistema político-económico (y militar), sino de transformarlo de un modo radical, desde arriba, en el plano de las opciones radicales de la vida.

La transformación del Estado (de los estados) y de la Economía mundial (con el ejército) ha de venir, pero vendrá después, superando el plano del sistema, sin apelar a los medios del poder económico o político. Los grandes problemas de un nivel (en este caso el nivel económico-político) sólo se resuelven situándose (y situándonos) en un nivel más alto. Para que la economía y la política puedan ofrecer su aportación al despliegue de la vida humana, en línea universal, ellas deben superar el plano de la globalización del sistema (en línea de poder), para situarse en un plano de comunión personal, en gratuidad.

2. El riesgo de una Autoridad Política Mundial.

Sin duda, en el caso de que surja esa Autoridad Mundial que quería Benedicto XVI, a través de unas Naciones Unidas verdaderamente eficaces, los estados particulares podrían desarmarse, como se desarmaron los ejércitos de los nobles y las mesnadas de las ciudades con la llegada de los Estados Nacionales, entre los siglo XVI y XIX. Desaparecerían así un tipo ejércitos nacionales (convertidos en meras policías regionales), pero no habría llegado el verdadero desarme, sino que podría surgir un tipo de imposición y dictadura político-militar más alta (como pudo haber sucedido en el Imperio Romano, cuando el Ejército/Policía de los pretorianos tomó de hecho el poder).

En esa línea, sin el cambio radical de las personas y los grupos, el fortalecimiento de un tipo de Estado/Economía mundial podría convertirse en la mayor de todas las dictaduras, como la Biblia ha puesto de relieve al hablar de unos imperios mundiales en los que se unifica todo el poder económico/militar pero que, en vez de convertirse en "aliados de Dios" (como quiere Benedicto XVI) se convierten en antidivinos (las bestias de Dan 7 y de Ap 13-14) . Ciertamente, reconozco el valor de la propuesta admirable del Papa, con su esfuerzo por regular el poder/economía, poniéndolo al servicio del despliegue de la humanidad. Pero en este momento de la historia, tengo miedo de los "poderes únicos", vinculados al único ejército/mercado, pues en esa línea quisieran avanzar, de manera fatídica, el imperio nazi y el comunismo soviético.

Desde ese fondo, dentro de la lógica judeo-cristiana (que está al fondo de Daniel y del Apocalipsis), quiero poner de relieve la exigencia de una insumisión creadora (es decir, de una protesta eficaz, en contra del Sistema), al servicio de unas formas inmediatas (personales) de comunicación y de libertad. En esa línea, sin rechazar la dinámica que lleva a la creación de un gran Estado/Economía Mundial, con el desarme de los ejércitos menores, me habría gustado que el Papa Benedicto XVI hubiera destacado más el ideal y las implicaciones de una verdadera "desobediencia civil y militar", en el plano de la insumisión y de la objeción de conciencia (en la línea abierta por el Vaticano II en la Gaudium et Spes, año 1965), desde la raíz del cristianismo, como puso de relieve con lucidez extraordinaria el Apocalipsis, al proponer una desobediencia masiva de los cristianos, frente al sistema económico/militar de Roma.

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