Mis muertos

Hacía tiempo que no volvía al cementerio. Desde la muerte de mi abuela, solo una vez. No me gustan los cementerios. No me gusta pensar en los que quise como muertos, prefiero recordarlos cuando vivían, cuando vivía con ellos y era feliz gracias a ellos. Por eso ir a visitar su sepultura y dejarles unas flores, me hace regresar a la realidad, a una realidad más triste porque ya no están ellos. Por ejemplo, cuando vivía mi abuelo Eleuterio y precisamente el 1 de noviembre tenía la costumbre de llevarnos a mi hermano Ángel y a mí al puesto de castañas de la Gran Vía y comprarnos las primeras castañas de la temporada: aquel momento, tantos años repetido, era para mí sinónimo de la felicidad, con el abuelo a nuestro lado dándonos todo el cariño del mundo. ¡Cómo olvidarlo! Imposible.

Por eso no voy al cementerio y pasarán muchos años, ojalá que muchísimos, en que vuelva. Porque mis muertos para mí están vivos. Claro, están muertos, soy realista, pero en mi memoria siguen vivos y, sobre todo, siento que me acompañan, precisamente en los momentos más difíciles de mi vida, es una sensación extraña, pero me doy cuenta de que están conmigo, aunque no los vea, pero los siento. Los maravillosos recuerdos de mi infancia, junto a ellos, me acompañan siempre, son como una despensa existencial para los instantes de crisis, de dudas, de inseguridad, pero no me refiero a eso. Cuando digo que mis muertos están vivos para mí, me refiero al presente, al hoy, no es mera nostalgia, es un sentimiento real y presente muchas veces, que me hace bien, que me alienta, que me serena. Ellos siempre están ahí cuando los necesito, y los necesito muchas veces.

Además me declaro creyente, con muchas dudas, eso sí, pero en el fondo pienso que una fe sin dudas es una fe muerta. Y como tal creo que viven en otra dimensión, felices, realizados, acompañados de sus seres queridos, protectores de los que hemos quedado aquí, esperándonos para reanudar nuestra última conversación, la que dejamos interrumpida. Y creo, y espero, y deseo con todas mis fuerzas que cuando dé el salto, allí estarán ellos, con los brazos abiertos, como siempre, con una sonrisa, como siempre, esperándome. Si no fuera así, sería una gran decepción, aunque no la experimentase porque yo ya no estaré ni seré, pero desde el ahora mismo sería una gran decepción, la mayor de todas. No me resigno a haberlos perdido para siempre, a que sean una fotografía o una remembranza, de color sepia y olor a hojas de otoño. Si creyera eso, mi vida sería más difícil porque mi esperanza sería limitada, mientras que gracias a mi fe toda ella se tiñe de esperanza.

Cuando el otro día volví al cementerio, me invadieron, junto al reconocimiento del cariño y de la gratitud que los visitantes mostraban hacia sus difuntos, sentimientos de añoranza y de tristeza. Y me di cuenta de que era inevitable: si se fueron para siempre, si no volverán, si quedan solo sus recuerdos, qué fracaso, qué estafa es esta vida, una ráfaga de aire fresco e inmediatamente después un agobio insoportable.

Así que pensé que tenía suerte, que mis muertos no estaban allí porque estaban, están, vivos, que es verdad no solo porque lo crea, sino porque los siento y me dan vida y aire fresco.

Marta FERREIRA