Procuro que mis textos vayan bien escritos. Una falta de ortografía, es como un borrón sobre el blanco impoluto del impoluto. Eso decíamos antes, cuando las cartas cruzaban los espacios cuidadosamente plegadas en los sobres. Hoy, aunque ya no escribimos tantas cartas, el blanco en la pantalla de nuestro ordenador es el mismo, y las faltas que menciono, causan los mismos efectos.
Sin embargo, en nuestro tiempo, contamos con potentes correctores ortográficos en todos nuestros dispositivos. Es un primor comprobar cómo nos advierten de los errores. Y, para abundar en eficacia, ellos mismos los cometen sin el menor recato. Son de gran ayuda para meter la pata.
Es una auténtica maravilla, cómo se anticipan a nuestras decisiones consignando palabras que, ni siquiera hemos pensado. Creo que se llama "sistema predictivo" a esta forma de incluir el texto.
Sirva esta pequeña introducción para justificar cuanto sigue: Hace unos días, envié un mensaje desde el móvil con una falta garrafal. El citado envío, fue remitido a una persona con suficiente formación para detectar el desarreglo. Tuve la intención de justificarme, pero no lo hice.
La cuestión es que, los correctores que activamos en nuestros teléfonos, han de ser vigilados en todo momento. Caminan delante de nosotros poniendo lo que quieren, no lo que indicamos. ¡Menuda ayuda! Cambian los verbos arbitrariamente, omiten acentos con frecuencia, y muestran con error, las palabras no incluidas en su base de datos. Demasiada precariedad, tienen estos correctores para confiar en ellos.
Esta evidencia, me induce a mirar al pasado. Recuerdo cuando ejercitábamos la memoria obligados por los maestros de la vieja escuela. Era necesario saber de carretilla las reglas de ortografía, otra cosa era aplicarlas correctamente.
No me olvido de aquellas lecturas interminables. Leer un libro, era como una promesa de renovación. Todos esperábamos encontrar en algún lugar del texto, el eslabón perdido; la clave que aportaría sabiduría suficiente para enmendar los errores. Lo cierto es que, una y otra vez, estábamos a punto de conseguirlo, pero nunca lo lográbamos. Aun así, no desistíamos del empeño; lo intentábamos una vez más, y este ejercicio se repetía indefinidamente. De esta manera iba creciendo la pequeña biblioteca familiar.
Yo aprendí a escribir de esta forma. Pero la lectura, me enseñó otras muchas cosas. Sobre todo, a ejercitar el ingenio en los momentos difíciles. Se aprende más de las derrotas que de los éxitos. Cuando las cosas salen mal, todos te abandonan. En los éxitos, no te faltan los apoyos, pero es muy fácil deducir las intenciones.
En mi tiempo libre, pocas veces me faltan los libros. Debo confesar que, jamás encuentro lo que busco. Tampoco lo encontraron quienes dejaron su pensamiento convertido en palabras. Pues, aquello que buscamos con mayor afán, pocas veces es lo mejor, ni lo más conveniente.
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