Soy tú, soy yo, el que se parece a mí
Y me parezco a todos aquellos que hacen juntos el viaje.
Georges Moustaki
Estoy en otro tiempo,
un tiempo que dispone sus mañanas
en esta calle que yo miro, ignoto,
en esta gente fruto de otra historia.
Paolo Pasolini
Lo que obliga en el regalo recibido, intercambiado, es el hecho de que la cosa recibida no es algo inerte.
Marcel Mauss
El hecho de que en estos días se hable y escriba con profusión sobre el último premio Nobel de Literatura, me ha hecho pensar de nuevo en esa vertiente de la lectura de la que solemos hablar poco. Me refiero a la lectura social como actividad complementaria a la que se realiza en silencio e individualmente, que tiene su expresión más conocida en los llamados clubes de lectura*, y se concreta en hacer que los libros (su lectura) se pongan en circulación mediante la palabra hablada.
Y dándole vueltas a esta cuestión, me he encontrado de nuevo con Pier Paolo Pasolini y su película Teorema (1968). Un film casi desposeído de palabras, que no falto de legibles y subyugantes imágenes: una familia de la burguesía industrial italiana de los años 60 (padre, madre, dos hijos y una doncella) reciben la inopinada visita, anunciada por un escueto telegrama, de un hombre joven y bien parecido al que no conocen. Su estancia en la mansión convulsionará, uno por uno, a todos sus habitantes, alterando sustancialmente el resto de sus días.
Teorema es un film que en las reseñas de la época se vinculó en exceso, según mi punto de vista, con una lectura religiosa, consecuencia quizá de algunas escenas que se relacionaban con las controvertidas creencias de su autor; nada que objetar por mi parte.
Lo que no ofrece ninguna duda es que su trasparencia, gracias a la falta de encorsetamiento de su guion, a sus imágenes desnudas cargadas de poderosos significantes, junto a la construcción y el ritmo de las secuencias nos lleva a encontrarnos ante un ¿poema fílmico? con lecturas muy diversas.
Sobre la mirada que suscita este Teorema que nos ofrece el singular realizador, nacido en Bolonia y asesinado en Ostia, a los pies de la capital de Italia, planea el encuentro con el otro, nuestra construcción como personas en la piel de los otros.
En mi caso, en esta nueva la lectura de sus imágenes, esa piel se ha transmutado en las páginas que conforman un libro, y los otros, toman cuerpo en esas historias que circulan, articulándose, en todo buen relato.
Es curioso, volviendo a la película, comprobar a ese innombrado personaje, que va encontrándose con cada uno de los miembros que configuran esta suerte de familia, a través de las miradas que se cruzan, primero en planos generales, para jugar después con otras en dialécticos planos y contraplanos a flor de piel, que buscan la proximidad. Es sorprendente también, y me gusta pensar que intencionado, descubrir al protagonista, en diferentes escenas de la película, leyendo a Rimbaud: Car Je est un autre.
Porque Yo es otro. Qué culpa tiene el cobre si un día se despierta convertido en corneta. Para mí es algo evidente: asisto a la eclosión, a la expansión de mi propio pensamiento: lo miro, lo escucho: lanzo un golpe de arco: la sinfonía se remueve en las profundidades, o entra de un salto en escena, escribe el gran poeta francés a Paul Demeny, como ejemplo de un certero desdoblamiento: esa capacidad de 'salir' de uno, y desde ese lugar mirar y descubrirse en el otro, que proporciona también la lectura de un libro. ¿No les parece?
En la cinta de Pasolini, esa mirada, distante en un principio, ávida pero un tanto esquiva por el temor al acercamiento; tan próxima después, hasta mudar indefectiblemente en el contacto físico, en las miradas que ofrece la piel.
Hay dos secuencias, entre otras muchas, que permiten una cierta lectura del film desde la perspectiva que acabo de apuntar:
Una podría ser la del padre y marido, desnudándose en la estación y comenzando a andar ante una cámara que nos muestra sus pies despojados al lado de otros que continúan cubiertos. Pasos que caminan hasta convertirse en un cuerpo recorriendo el andén, para mudar de golpe hacia un punto insignificante y perdido en medio de un paraje desierto. En ese instante, la cámara vuelve al primer plano, se transforma en una mirada que nos mira, y en una voz que emite un grito desgarrado, como pidiendo el bálsamo del encuentro con los otros.
La otra secuencia es aquella donde la criada abandona la mansión para volver a sus orígenes; muda, significada tan solo en la sorpresiva mirada de sus vecinos, suspendida luego en el aire, obligando a alzar la mirada de quien la contempla, para descender después y sentir de nuevo a la tierra, y ser cubierta por ella.
Porque, viva, será enterrada en la madre tierra por aquella que le dio la vida; y mientras aquella la acoge, su mirada también nos mira, para mirar después hacia la luz de un día postrero, y llorar con lágrimas que fluyen mansas, anegando esa tierra que la cobija, convirtiéndola en barro.
Como si fuera su deseo acercarnos a la comprensión total de la secuencia, Pasolini nos confiesa en su poema Ánalisis tardío: me gusta embarrarme porque el barro es materia pobre y por lo tanto pura; que adoro la luz sólo si no ofrece esperanza.
Haber leído de nuevo el film del poeta italiano, me ha permitido un mayor acercamiento a la defenición del vocablo teorema: Proposición demostrable lógicamente partiendo de axiomas, postulados o de otras proposiciones ya demostradas.
Resulta ser una premisa cierta que necesitamos del relato, de la piel de los otros que también se nos ofrece en la lectura, como buscamos el abrazo con esa otra dermis llamada tierra que nos vincula, al igual que las palabras, ofreciéndonos en su redondez caminos para encontrarnos.
(*) Club de lectura en la Biblioteca Pública Berta Pallares > INFO e inscripciones: 923 20 91 83 | [email protected]
Imágenes: 1 y 3 > obras de Kylli Sparre y Jonathan Yuen, respectivamente.
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