Las recoletas plazas de Salamanca remansan las calles que se reposan en su bancada de granito, hierro y tiempo que pule las losas y hace crecer los árboles que precisan de tiempo y de memoria. La memoria de una fuente machadiana que fluye con la misma cad
Las recoletas plazas de Salamanca remansan las calles que se reposan en su bancada de granito, hierro y tiempo que pule las losas y hace crecer los árboles que precisan de tiempo y de memoria. La memoria de una fuente machadiana que fluye con la misma cadencia de los años que pasan, aquellos que tuvieron de vecina a la niña Carmina, a la Martín Gaite presurosa de faldas de vuelo volando al Casino a bailar entre las columnas que sostienen nuestra historia. Hoy, Carmen Martín Gaite es piedra enamorada en esta plaza recoleta, quizás torpe de losa y corta de luces para esos planes urbanísticos municipales a los que le gusta lo diáfano, el cemento, los árboles raquíticos y el vacío que se extiende, moderno y amnésico, robando la umbría y la memoria.
En la rememoración hermosa de la autora salmantina de su Plaza de los Bandos en El cuarto de atrás, la bancada de hierro y piedra es la imagen del tiempo lento de la provincia, sujeto a los cambios de tiempo y a la pertinaz persistencia de las estaciones: Por la izquierda hacía su aparición el verano, con el puesto de helados, por la derecha, el invierno avisaba su llegada con aquel olor a castañas (?) y el tiempo pasaba de un extremo a otro, sin sentir, un año y otro año, a lo largo del banco aquel de piedra. La plaza, donde jugaba la autora, sigue mirándose en la iglesia del Carmen, en la modesta fortaleza de la casa de María la Brava, en los palacios platerescos que bordan las esquinas y en esa seguridad de que el centro de la ciudad se mantiene como siempre, palpitando en medio de nuestros pasos, remansado el trayecto, estancado el fluyo de gente que va presurosa abriéndose entre la calle Concejo y el camino estrecho de pasillo de casa que va a dar a otra plaza recoleta, la Plaza de la Libertad.
El tiempo se serena. El tiempo se remansa en nuestras plazas, plazas quizás sin luz, sin líneas puras trazadas a escuadra. Plazas con el decimonónico aire decadente y frondoso de recuerdos. La fuente se hiela, la fuente sirve de juego, el hierro que separa la hierba se salta como un juego, el juego de la niña que se fue a Madrid a hacer los cursos de doctorado y que guardó para siempre el recuerdo recoleto de esta plaza, el recuerdo trágico de esta plaza: cruzamos todos la plaza de los Bandos bajo el silbido pertinaz; el refugio estaba enfrente, lo habían construido aprovechado una calleja estrecha que había entre la iglesia del Carmen y la casa de Doña María la Brava. El recuerdo infantil de esta plaza en la que no había más estrépito que el de los niños jugando y ese paseo, siempre detenido, de quienes bajan a la Mayor de las ágoras, a ese espacio donde los salmantinos nos sentimos en nuestra casa, Plaza, Plaza, Plaza, Plaza, sin dejar a un lado los rincones recoletos de los muros de nuestra añoranza.
No la toques más, así es la rosa, así es la plaza, así es la ciudad, así es la memoria. Hay algo intemporal en ella, algo propio, algo que no tiene medidas perfectas y sí torcidos renglones del afecto. No la toques más, recoleta e imperfecta, que no necesita nivelarse para medir el amor que le tenemos y los pasos, rápidos, raudos, con los que la recorremos. Y sigue sonando el agua.
Charo Alonso (Texto) / José Amador Martín (Fotografías)