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Las ruinas del silencio
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El convento de San Francisco El Grande

Las ruinas del silencio

Actualizado 05/10/2016

Hay un eco sordo en las calles de Salamanca. Es la persistencia de la memoria. A despecho de las aceras llenas, del clamor de las ruedas, de la música cotidiana, el silencio de las ruinas, susurrado, tiene la cualidad de una caricia. Una caricia resguar

Hay un eco sordo en las calles de Salamanca. Es la persistencia de la memoria. A despecho de las aceras llenas, del clamor de las ruedas, de la música cotidiana, el silencio de las ruinas, susurrado, tiene la cualidad de una caricia. Una caricia resguardada en los pliegues secretos de la ciudad.

Charo Alonso (Texto) / José Amador Martín (Fotografías)

La 'Mirada' de SALAMANCArtv AL DÍA en este primer miércoles de octubre es muy especial. Lleva el sabor del paso del tiempo, pero también de la palabra y la imagen que se inmortaliza para siempre. Dos grandes de la palabra y la imagen, Charo Alonso y José Amador Martín, vinculados al periódico desde su fundación, nos acercan el alma del silencio que llena las ruinas del convento de San Francisco El Grande de Salamanca.

Las ruinas del silencio | Imagen 1

El convento de San Francisco El Grande, las ruinas del silencio

Hay un eco sordo en las calles de Salamanca. Es la persistencia de la memoria. A despecho de las aceras llenas, del clamor de las ruedas, de la música cotidiana, el silencio de las ruinas, susurrado, tiene la cualidad de una caricia. Una caricia resguardada en los pliegues secretos de la ciudad.

La cuesta Moneo es una calle empinada, entre la casa que fuera del doctor Villalobos y la de Carlos Luna, la iglesia de los Capuchinos es una joya encerrada, acariciada por la residencia de los monjes franciscanos? ese dédalo de pasillo vacíos donde vivían más de cien religiosos, esos que nos reciben con la sonrisa de San Francisco y nos abren la puerta y las manos para mostrarnos las ruinas que albergan sus muros nuevos. Hay Las ruinas del silencio | Imagen 2un eco sordo y doloroso en esta iglesia derruida, engastada como una joya en la residencia de los capuchinos y que pocos conocemos. Ellos la miman, la enseñan, la incluyen en sus muros porque su edificio usa sus paredes, se apoya en sus contrafuertes, sostiene lo que queda. Y lo que queda es de una belleza crepuscular, casi dolorosa. Un espacio no para el olvido, sino para el silencio que, al otro lado de la calle, alberga los murmullos de un pasado trágico.

Fue el compañero del Santo Francisco, Bernardo de Quintabal quien trajo a los capuchinos a Salamanca siguiendo el prestigio de la Universidad. Ellos impartían la cátedra de cánones y gracias al mecenazgo de Don Fadrique, hijo del Rey Fernando II el Santo, convirtieron su iglesia y su convento en "El Grande", "El Real", lo que da una idea de su importancia. Pero los asuntos de los hombres, aunque sean santos, mutan y el tiempo y la historia les golpean. La guerra contra los franceses destruyó buena parte de la Salamanca que asombraba el mundo, sin embargo, la destrucción y la muerte llegó con el estallido de un polvorín situado muy cerca de San Francisco. La mano del hombre es torpe y las ganas de fumar de un soldado de guardia frente al polvorín de la lucha contra ingleses y portugueses convirtieron la noche en el infierno que condenó a más de seiscientos habitantes y destruyó gran parte de nuestra iglesia. Ecos dolorosos que, la decadencia, la desamortización de Mendizábal y el tiempo, ese tiempo, destruyeron el convento y la hermosa iglesia gótica con altar barroco de la que solo queda el ábside y una nave lateral. Muerte y decadencia, la que contemplan las caras de los capiteles, asombradas de seguir ahí, como siguen en pie las ruinas de San Francisco, ennegrecidas no solo por la explosión, sino también por haber sido utilizadas sus paredes como carbonera ¿Cómo quieres que tenga la cara blanca, siendo carbonerito de Salamanca?

Las ruinas del silencio | Imagen 3Las ruinas son ruinas, son ruinas, son ruinas? por ellas vuelan los pájaros, atravesando las bóvedas que son eternas, mientras a su lado, una viga de madera carcomida amenaza con deshacerse y con ella, el lienzo de pared que tantos hombres vieran, acudiendo a la iglesia con sus hábitos pardos, sus pasos de pájaro, su aire franciscano. Los monjes que amaban la naturaleza tenían una huerta que ahora disfrutamos como el primer espacio ajardinado público de Salamanca, el Campo de San Francisco por donde paseaba Unamuno, vecino cercano y por donde se perdía para leer Carmen Martín Gaite. Hay algo misterioso en la frondosidad de este, nuestro primer parque de todos, algo que nos recuerda que no es nuestro, algo que nos remite al convento, al claustro, al secreto.

Secretas son las ruinas de San Francisco El Grande. Víctima del tiempo, de la tragedia de la historia, del olvido y del paso de las horas? secretas y cercanas, al otro lado de la calle. Vamos con buen paso por la cuesta de Moneo, alcanzamos la vorágine del cruce para llegar a los hospitales, a la estación de autobuses? y apenas entrevemos, por los cristales de la residencia de los capuchinos, lugar secreto, una columna entrevista. Engastada en el tiempo, en las amorosas paredes de los monjes franciscanos, la iglesia derruida nos enseña otra cualidad del silencio, el del olvido, el de los muertos, el de la eternidad, el de nuestra propia miseria. Su belleza sobrecoge, tanto como la geometría de lo perdido, como la tragedia de los grandes golpes, de los diarios olvidos. Se nos ofrece hermosa y casi altanera, para recordarnos la historia de una ciudad cuya memoria persiste, quizás oculta, quizás secreta, siempre presente. Con ese eco sordo de lo que fue y ahora, con la misma cualidad de la bóveda de piedra, es y se mantiene en pie, erguida, hermosa, dispuesta. Dispuesta a que el fotógrafo, testigo de la historia, consiga iluminar la persistencia de la memoria.

Charo Alonso (Texto) / José Amador Martín (Fotografías)

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