El tic-tac del reloj de péndulo martilleaba su cabeza como una gota de agua cayendo insistentemente sobre una roca. De repente, el artilugio del reloj se puso en marcha. Un arrastrar de cadenas provocó el sonido de una campanada que rasgó violentamente el silencio, luego otra y una más. El silencio se removió, como los posos en una botella llena de agua sucia. Cuando los sonidos se fueron apagando en la oscuridad de la noche, todo regresó de nuevo a su sitio.
Su mirada seguía fija ante el folio en blanco, apretaba con fuerza el lápiz que parecía negarse a escribir, se había anclado de tal forma en el papel, que no había fuerza humana que le hiciera recorrer la blanca llanura que ante él se presentaba. Los dedos índice y pulgar apretaban con tal fuerza el lápiz que impedía la circulación de la sangre, por lo que tomaron un color blancuzco. La punta del lapicero estaba a punto de atravesar el papel. De repente, un chasquido le sacó de su ensimismamiento, la punta del lápiz se había roto, dejando una negra marca sobre el blanco papel.
- ¡Tengo que escribir, tengo que escribir! - Se repetía, mentalmente, una y otra vez, mientras que con la mano izquierda se golpeaba insistentemente la cabeza, como queriendo agitar su cerebro para que se pusiera a funcionar.
Las horas seguían pasando y el folio continuaba en blanco. No sabía que fuerza era esa que le empujaba escribir. Era una necesidad que nacía de alguna parte intima de su mente, que ya había olvidado. Tan sólo le quedaba el impulso, la imperiosa necesidad de escribir, aunque no sabía de qué ni sobre qué, nada le venía a la mente y eso le desesperaba, le angustiaba de tal forma, que se golpeaba y golpeaba insistentemente la cabeza como queriendo despertar algo que estuviera dormido dentro de ella. Cuanto más se esforzaba, más se cerraba su mente, que estaba tan en blanco como el folio que tenía delante. Trataba de recordar, sabía que algo tenía que haber en alguna parte de su memoria. Todo lo que había vivido, sufrido, disfrutado? no podía haber desaparecido, tenía que estar en algún rincón de su cerebro. Se golpeaba y golpeaba insistentemente la cabeza, pero nada acudía a su memoria, era como si acabara de nacer, todo le era nuevo. Qué pasó ayer, o anteayer, o hace tantos años, como podía deducir que tenía, al verse las arrugadas manos.
El reloj estaba a punto de dar las cinco de la madrugada, cuando una acariciadora voz le sacó de su lucha interna - ¿Otra noche así padre? Vamos, le llevaré a la cama, tiene que descansar -.
Algo mágico invadió su cuerpo, algo que le apaciguó de tal manera, que desparecieron las tensiones y las angustias. Se levantó lentamente de la silla, se olvidó del folio, del lápiz y de la escritura, se agarró del brazo de aquella desconocida mujer, que tanta paz y cariño le trasmitía. Un cariño imposible de definir, pero muy fácil de sentir. Agarrado de aquel frágil brazo se sentía seguro. Miró aquellos dulces ojos que con tanto cariño le miraban, unas lágrimas brotaron en ellos. Él, sin saber por qué lloraban, les sonrió dulcemente y obedeció sin rechistar.
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