Tras un verano abrasador, nuestros paisajes aparecen arrasados por sus huellas. Los rastrojos cerealísticos, con su amarillo pálido, nos hablan de una experiencia del fuego solar, de la maduración de las espigas, de la recogida de unos granos que se har
Tras un verano abrasador, nuestros paisajes aparecen arrasados por sus huellas. Los rastrojos cerealísticos, con su amarillo pálido, nos hablan de una experiencia del fuego solar, de la maduración de las espigas, de la recogida de unos granos que se harán pan y alimento, promesa de nueva vida.
Da gusto contemplar esas geometrías cerealísticas labradas, en las que alternan las gamas de amarillos y las de tantos matices de ocres terrestres, que parece que estuviéramos ante unos de esos cuadros de Mondrian, trazados por nuestros campesinos.
Y los milagros de la luz, que se va haciendo menos rotunda, menos apabullante, para volverse más matizada, más sutil, más melancólica también, en ese descenso paulatino, marcado por la lentitud, hacia el solsticio invernal.
Y el recuerdo nos trae la antigua imagen de la quema de los rastrojos, que marcaba algunos días de octubre y cuyas líneas de fuego en los atardeceres se confundían con las trazadas por los crepúsculos celestes, en los que la luz, con ropajes intensísimos, entonaba su canto de cisne, antes de sumergirse en la oscuridad de la noche.
Hubo un tiempo de polémica en torno a la quema de los rastrojos. Si era o no conveniente tal práctica. Pero ya nada menos que Virgilio, en sus bellísimas 'Geórgicas', nos habla de la práctica romana ce la quema de rastrojos, nada menos que en el siglo primero antes de Cristo, como algo beneficioso ?según sus hermosísimas palabras? para la vida del campo.
Una determinada poesía europea, romántica y simbolista, ha cantado el otoño con muy hermosos y conmovedores versos. Nos acuden ahora a la memoria la oda al viento del oeste, del poeta inglés Shelley, así como el poema de Paul Verlaine sobre esos sollozos largos de los violines del otoño que hieren el corazón del poeta hasta sumirlo en una lánguida tristeza que se queda con él.
El otoño también, con sus melodías y cromatismos, puebla nuestra memoria. Los silabeos de los aprendizajes escolares; las salmodias, monótonas y rítmicas, de la tabla de multiplicar; la prosodia infantil que encantaba los ejercicios de las lecturas? constituyen otras tantas melodías, capaces de encantar y hechizar los otoños de nuestra niñez.
Y los ropajes otoñales tan hermosos de castaños, nogales, perales, manzanos, ciruelos, alisos de las orillas de los regatos, zarzales, helechos? también hechizaron los otoños de nuestro origen; como, sin duda también los hechizan hoy.
Porque hay una belleza para todos y al alcance de todos, que no se puede ni comprar ni vender. Se beneficia de ella aquel que está dispuesto a mirar el mundo, a contemplar el mundo, no con ojos calculadores, sino con los ojos del alma.
Por José Luis Puerto (Texto) / Manuel Lamas (Reportaje gráfico)
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