Cuando un toro y un torero son capaces de remontar el epílogo de una tarde y hacerla volar hasta el mismo cielo de Salamanca, que no se acaba, que no tiene esquinas, el aficionado solo puede dar las gracias por haber vivido una tarde histórica
Cuando un toro regresa al campo para padrear, cuando un toro sale escoltado por los bueyes para regresar a la dehesa, crujen los cimientos de la plaza y se renuevan los argumentos del toreo, se carga de razones la cría del bravo, el silencio de las encinas, la espera paciente de cuatro años como un vino de solera que redondea en cuerpo y aromas en barrica de roble.
Cuando un toro le quita el titular a Morante después de una faena de las que te hace cerrar los ojos y salir toreando a la verónica de la plaza porque has visto las verónicas más bellas, más encajadas y despaciosas, y dos medias que detuvieron al mismo aire en La Glorieta; cuando un toro le quita protagonismo al gilipollas anti de turno, que siempre es el mismo, que salta al ruedo buscando su momento de gloria.
Cuando un toro borra del mapa el poderío y el conocimiento del Juli. Cuando un toro hace que a miles de personas se les olvide el frío de los tendidos, la humedad, el tiempo, el reloj, carga de razones a quienes somos capaces de entender o al menos de buscar la magia, la droga que nos engancha a la tauromaquia como si fuésemos yonkis del misterio.
Cuando un toro es pura armonía de hechuras, cuando un toro galopa a la muleta y no se cansa, cuando un toro te hace vibrar desde dentro, justifica en pleno siglo XXI el oficio de los mayorales, la ciencia infusa de las gentes del campo, el mimo y el empeño de los ganaderos, los últimos románticos, los últimos bohemios de la era digital que todo lo arrasa.
Cuando un toro se encuentra con un torero que busca con los dientes y el alma su sitio y es capaz de lucir generoso al toro en la mejor faena de su vida; cuando un torazo y un torero son capaces de tratarse de tú a tu en el mismo plano, al mismo nivel; cuando un toro y un torero ponen en pie a los tendidos para clamar por la vida; cuando toro y torero se acoplan como una sola cosa y brota el toreo largo, desde las entrañas de la tierra, tan de verdad, tan entregado, tan templado, tan maduro y firme.
Cuando un toro y un torero son capaces de remontar el epílogo de una tarde y hacerla volar hasta el mismo cielo de Salamanca, que no se acaba, que no tiene esquinas, el aficionado solo puede dar las gracias por haber vivido una tarde histórica, por reafirmarse en su credo, por alimentar la sequía de tantas tardes con una sola que bien vale toda una vida, todo un peregrinaje de plaza en plaza.
Cuando un toro y un torero son capaces de emocionarme como ahora me emociono mientras escribo, cuando ninguno de los dos se guarda nada para sí y se encumbran y se entregan y se vacían y se rompen; cuando un toro y un torero son capaces de robarme las palabras porque guardo ya para siempre en la memoria y en la retina cada instante de su encuentro mágico, grandioso.
Cuando todo esto pasa, pasa lo que ha pasado hoy, que ya nunca pasará. Ocurría hoy en Salamanca cuando salia al ruedo el que cerraba plaza, de Domingo Hernández, herrado con el número 71 y con 570 kilos de peso, y la emoción se desataba en La Glorieta y sonaban roncos los olés y dolían las manos de aplaudir y aquello no se terminaba nunca, y crecía, y volaba y se hacía inabarcable.
El toro se llama Higuero. El torero, Juan del Álamo. Juntos cumplieron el sueño de una vida. El sueño de la vida.
Ana Pedrero