Lo peor de la mudanza no es llenar las cajas. Ni siquiera llevarlas hasta el camión. Lo peor de la mudanza es elegir. Elegir lo que va a seguir formando parte de tu nueva vida. Y lo que no.
Según los libros de autoayuda todo cambio es una oportunidad. Algunos de mis amigos y conocidos también aprovechan esta circunstancia de mi vida para sacar a pasear su vena filosofal en forma de consejo gratuito no solicitado, y claro, te dan la chapa con las bondades asociadas a todo cambio. El crecimiento personal y tal. Pero de cargar cajas de libros a golpe de riñón y dar paseos del camión al portal y del portal al camión, de eso no quieren oír hablar. Mucho menos de tener que limpiar el piso que dejas, o de adecentar el que vas a habitar. Lo que mola, lo bonito, es poder teorizar con alegorías que no te pincen la espalda, sacar a pasear una hipótesis vital sin riesgo a arañarse con una solapa de cartón o suponer y enumerar las bondades del paso que acabas de dar sin que se les meta el sudor en los ojos y sin podérselo enjugar.
Al final, como cada siempre, es la familia que uno no ha elegido -pero en la que ha tenido la suerte de nacer- la que aúna músculo y materia gris para llevar cajas de un sitio a otro. Sin preguntar. Sin protestar. Con hechos que son amores y no buenas razones ?o ni siquiera-.
Decía que lo peor de la mudanza no es llenar ni llevar cajas. Ni siquiera tener amigos que han memorizado alguna frase de Paulo Coelho. O de esas que rulan de grupo en grupo de whatsapp. Lo peor, y va muy en serio, es tener que elegir. Decidir si merece la pena el esfuerzo para llevarte según qué cosas. Con cada libro, con cada figura, con cada prenda, con cada utensilio, con las postales olvidadas, las fotos deterioradas, los recuerdos que se desempolvan al vaciar un cajón, las emociones que se desentierran al llegar al fondo del arcón. Alegrías y risas asociadas a una etiqueta de licor borrada en lo más hondo de la memoria. Punzadas de dolor que te hacen sentir la misma cuchillada que tanto costó cicatrizar. Y se te revuelven los años vividos. Y el alma centrifuga como una lavadora coja. Y una montaña rusa de emociones se te lleva el corazón a tiempos pasados con la caja a medio llenar. Y te da por llorar.
Lo peor de la mudanza no son las cajas, ni los amigos filósofos. Lo peor de una mudanza es elegir, no llorar y arriesgar.
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