La cosa viene de muy lejos, pero comenzando por lo cercano, en el mundo griego y hablando siempre en general, al nacido se le ponía el nombre del abuelo y un segundo derivado del nombre del padre que sería como nuestro apellido y por lo general se le añadía como tercera identificación el nombre del lugar de nacimiento, así Sócrates Sofroniskou de Alopecia. En Roma el nombre era elegido por los padres, con no demasiadas posibilidades de elección por ser corta la lista de nombres propios, el apellido provenía de sus ascendientes más un sobrenombre característico del individuo, así Marco Tulio Cicerón. Todo esto con muchas variaciones con el tiempo y el lugar, pero en líneas generales así se mantuvo durante siglos. En cualquier caso, por encima de variantes, el nombre siempre tenía una referencia familiar que le daba valor, identidad y sentido.
Y en muchos casos había una referencia explícita a alguna característica personal o familiar y hay muchos nombres, como Claudio u Octavia , y apellidos como Machuca, Rubio o San cualquier santo, que se derivan directamente o por ascendencia de alguna virtud o característica que distinguía al individuo o a la familia. En ambientes más religiosos solía ser la expresión de un deseo o una afirmación de algún don de dios, como Benedicto, Laura o Fructuoso.
Con el cristianismo asentado en las tierras del mundo romano llegó la costumbre, y casi la norma, de poner a los niños nombres cristianos o "cristianizables", siempre en sentido amplio porque se acogían nombres judíos, griegos, romanos, mitológicos y bárbaros, entre los que desde el principio se contaban ya nombres de animales, de actitudes y de cosas, pero siempre con alguna característica especialmente positiva, como León, Aquila, Digno, Rosa. Libertad o Esperanza. Una costumbre que se ha mantenido durante siglos, además de elegir el nombre de padres o padrinos o de algún difunto de la familia, ha sido imponer el nombre del santo del día. Hoy todavía no pocos llevamos nuestro nombre en concreto por esa circunstancia del santo del día de nuestro nacimiento.
Este mundo de los nombres fue siempre muy variado y muy cambiante y ya desde antiguo tuvo sus modas y sus vaivenes especialmente en los nombres femeninos. Sin entrar en la estética de los nombres que ha pasado por todos los niveles imaginables, de forma que muchos nombres que suenan de maravilla en unas generaciones suenan fatal en otras y con grandes diferencias en idiomas, culturas y países. Es así la vida humana en todo. Y por eso, como principio general no hay que rasgarse ninguna vestidura por extraño que un nombre nos parezca. Al fin y al cabo hasta el tan normalizado "francisco" viene de una ocurrencia de llamar al Francisco de Asís (Giovanni en realidad) "pequeño francés" por una circunstancia muy secundaria. Hace años conocí a dos hermanos hispanos que se llamaban Helicóptero y Penicilina y lo llevaban como si tal cosa, tendencia frecuente en toda Hispanoamérica donde ocupan lugar importante los nombres de acontecimientos o personajes de todo tipo. Pero no es que sean menos "raros", aunque para nosotros tengan clara explicación, nombres de acá como Prado, Encina, Puerto, Argentina o Francia. En todo caso cualquier repaso en este tema llega muy cerca y es muy parcial por las grandes diferencias que ha habido y hay entre países y culturas.
Lo que quizás no pasó nunca, que yo sepa, claro, fue la imposición de un nombre que tuviera abiertamente sentido negativo o inhumano en ese momento, en ese idioma y en ese lugar. Por eso no valen mucho los argumentos que se basan en que un nombre existe también en algún sitio o se llevó en otro tiempo. Se supone, por ejemplo, que nombres como buitre, cernícala, trampa, almorrana o zorra no serían hoy razonablemente admisibles para la dignidad de una persona, mientras que otros como Cordero, Mirla, Oropéndola, República, Libertad o Paloma no tendrían ningún inconveniente. Otras cuestión es si los padres tienen el derecho de poner el nombre que quieran sin más límite que el que ellos quieran ponerse o si la sociedad, que para eso está entre otros muchos fines y deberes, debiera tener algún recurso, judicial en este caso, para proteger adecuadamente la dignidad de un niño o una niña decidiendo sobre la conveniencia o no de un nombre concreto.
Es verdad que en las contiendas sociales y en los enfrentamientos generacionales casi todo puede ser arma de cambio y de lucha, pero también es cierto que la dignidad de los otros recorta mi campo de decisión. Por ejemplo, unos padres muy antisistema podrían ponerle a sus hijos nombres que rompieran líneas y devociones, por ejemplo el nombre que ha sido noticia estos días, Lobo. Desconozco si los padres conocen las características, casi únicas en el noble mundo animal, del lobo, uno de los pocos seres que mata por gusto no por necesidad de comer; por eso es capaz, cosa habitual, de comerse la paleta de una oveja pero mata veinte en diez minutos y si llega en manada, entones matanza total.
No sabría yo decir si estos padres tienen o no el derecho de poner el nombre de un ser así, pero sí estoy seguro de que debieran evitar que el nombre le cause problemas a su hijo en la medida en que se pueda prever lo probable en los próximos años. Por eso mismo, y por un lado opuesto, tampoco me parecería digno poner hoy a una niña nombres como gusana, urraca, sarna o lombriz ni a un niño sapo, tubérculo o tumor. No parecen responder, por mucha ideología que se le eche, a la nobleza del nombre de una persona.
La cuestión es de hecho mucho más larga y complicada, pero valga esto como apunte parcial. De todos modos parece claro que la dignidad y nobleza de un niño o una niña deben salvaguardarse hasta en el nombre que se les imponga. Y esto es más claro al tratarse de un suplemento que se les añade sin pedirles permiso y para toda la vida.
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