El teatro aficionado es un curioso universo con múltiples y variopintos vericuetos. Fundamentalmente vericuetos que se derivan del acontecer vital de cada actor/ actriz. No hay edad para este asunto, aunque lo habitual es que quienes lo practican sean personas mayores, adultas, metidas en mayor o menor medida en el horizonte de la jubilación. Yo mismo estoy en un grupo, Ateneo Teatro Salamanca, y las sensaciones cuando subes a las tablas son sorprendentes. Yo nunca había sido capaz de desprenderme del papel, de hecho la primera vez que lo intenté abandoné agobiado y superado. Pero me gusta el teatro y cuando veo a los actores me dan envidia y como la envidia es malsana (no la hay buena créanme) me dije: "¡esto lo tengo que hacer yo!". O por lo menos intentarlo. De ahí el lanzarme al vacío. Pero el teatro no es un entretenimiento para el que lo hace, se convierte en una obsesión sobre todo al principio, cuando tienes que memorizar los textos y controlar tu espacio en el escenario. Se sufre y cuando yo no consigo los objetivos no me pongo de los nervios. Y cuando la cago en el escenario me duele por mis compañeros; o cuando no les doy "el pie" como es debido.
Pero cuando vamos a los pueblos y vemos con que atención y agradecimiento nos siguen y nos aplauden advertimos que tanto esfuerzo ha merecido la pena. Porque, al fin y al cabo, sentimos lo mismo que un actor profesional: el alimento del aplauso nos compensa.
Y aunque no vivimos de ello, sentimos el teatro como una exigencia personal, una fórmula perfecta para superar nuestras capacidades artísticas de comunicación y un sendero por el que hacer transitar libremente nuestros sueños.
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