Se suele tildar de eclecticista a cualquier sistema filosófico o discurso construido sobre tesis o ideas tomadas, directamente, con ninguna o escasa modificación, de otros sistemas ya existentes. El eclecticismo es consecuencia de períodos de escepticismo. Los mensajes eclecticistas, por lo general, son típicos de los nacionalismos o totalitarismos, y postulan la autodefensa altamente coercionada, es decir, el principio propio de escapismo de la sociedad capitalista e industrial. Sin dejar de tener presentes sus respectivos rasgos individuales, se puede hablar perfectamente de las monarquías imperiales-burguesas decimonónicas, del nazismo y demás totalitarismos, además del neoliberalismo tecnológico al que asistimos impuesto en nuestros días a nivel global, como concreciones similares, homogéneas, y situadas en un mismo plano estético e ideológico, dentro del background de toda la historia occidental de la producción de imágenes y conceptos desde el maquinismo a nuestros días.
Este tipo de discurso acostumbra a ser adoptado por núcleos sociales de reciente ascenso dentro del equilibrio comunitario y, de ahí, tan necesitado de imágenes visuales y comunicativas con que autodefinirse, vehicular sus intereses programáticos, y desplazar con rapidez los así subsistentes del precedente orden. Este mensaje nos pone de manifiesto, una vez más, que la estética no es más que una parcela particular de la ideología, así como el arte su extroversión comunicativa, especialmente, en el terreno de las imágenes.
El eclecticismo jamás podrá disimular su componente temporal, al recurrir como fuente básica a lo vigente en un pretérito indefinido o, dicho con otra imagen, al anteayer de la sociedad, limitándose a añadirle un puñado de motivos extraídos de otras inspiraciones, totalmente heterogéneas y descontextualizadas a través de reconversión estética.
Es así, como éste suma y no combina, en su discurso, los mil datos que acaba manejando, a la par que, por otro, enseguida impone la dictadura de eso que determina el buen gusto o el orden, por antonomasia siempre el suyo, es decir, el bueno. Esa misma amalgama de tópicos, a la que se denomina buen gusto, es, no cabe duda, la señal exterior, que indica si alguien pertenece al grupo dirigente o no, o, en su caso simpatiza o desea adherírsele. Se produce, así un proceso de identificaciones bilaterales imparables; cualquier desviación entra automáticamente dentro del desorden y es su ataque al poder, que protege el buen gusto.
El mensaje acaba presentándose, por medio de sus resultantes, como una postura esencialmente represiva, una maniobra intimidatoria de unificación obligatoria, un intento de controlar con mano absolutista la multiplicidad del intelecto: muy propio todo ello, de un ente o discurso con pies de barro, cuyo predominio se basa en un cariz momentáneo, y cuya supervivencia depende de su mantenimiento.
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