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Crónicas de un pueblo
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Crónicas de un pueblo

Actualizado 28/03/2016
Lorenzo M. Bujosa Vadell

La luna se asoma entre leves nubes, como testigo asombrado de la noche quieta. Ilumina la plazuela donde la muchedumbre espera atenta. Se hace el silencio. Silencio multitudinario. Callados rostros que esperan con ansia, que ya oyen en la lejanía rumores rítmicos.

Avanza la antigua melodía de Thalberg que llegara algún día por vericuetos ignotos, pero para quedarse como si hubiera nacido aquí. Resuena por callejas estrechas en las que está sólo el paso, la banda y unos pocos cofrades afortunados en este improvisado concierto místico.

Los muros han recuperado un cierto brillo y sobre su pátina longeva la luna envía reflejos caprichosos, porque no todo es austero, ni todo serio, ni siquiera triste. Callado sí. Reflexivo también.

Hay turistas. Claro que hay turistas. Turistas y visitantes. Familiares, amigos y conocidos. Todos aúnan su mirada en el ambiente antiguo y sosegado. Escuchan los sonidos, cada uno con el peso de su historia, con su rítmica cadencia sobrehumana.

La ciudad no es grande, pero ahora lo disimula bien, con sus calles abarrotadas. El ambiente festivo parece adivinar la paciente primavera, que tardará en llegar, pero que ya empieza a desperezarse en los jardines y riberas.

El río pasa alto. Este año ha sido abundante en lluvias y nieves, y ahora pasa veloz hacia tierras más bajas, más cálidas y más ceremoniosas. Pero no más acogedoras. Aquí la vida sigue sus derroteros, con fríos de marzo, lluvias de abril, aires del norte que asaltan en las esquinas, y como pequeños ebanistas van dando figura al carácter. Noble y rústico.

Los aromas de torrijas van sobreponiéndose a las sopas de ajo que trajo la mañana. El barullo que la tolerancia de la larga noche dejó escapar, se volvió solemne. Con solemnidad de andar por casa, cercana, inmediata y antigua. Con los terciopelos negros vistió las calles irregulares del casco histórico, con algunos sobredorados, para resaltar que no es cualquier día. Para acompañar el sufrimiento que es promesa de Pascua.

El rito reitera su tradición en esta tierra medieval y querida, que adopta a los que quieren ser limpios de corazón y vienen abiertos a sentir por todos los poros, a admirar y acoger como propias sus sentidas costumbres seculares.

Y lo consigue, sobre todo porque tiene la extraña virtud de la humildad, y sabe reconocer con profunda sabiduría, que por mucho que las guías digan que es una ciudad, ha sabido mantener incólume su conciencia de pequeño pueblo.

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