Sí, desde luego que hace falta ser muy valiente para quitar la máscara de aquellos individuos que se creen blindados, sólo por ser intelectuales o famosos escritores. Todos sabemos que algunos están acostumbrados a vivir rodeados de halagos. Pero a veces, las personas adictas al elogio sufren una progresiva distorsión de la realidad hasta lograr ver de otro modo al poderoso: El bajito se convertirá en un jugador de baloncesto, o el Secretario General de un partido político actuará como cacique, sólo porque es demasiado brillante y se le va la mano.
Ignacio Sánchez Cuenca, que fue profesor en la Universidad de Salamanca, ha publicado un libro anti-adulación: La Desfachatez Intelectual. Donde critica abiertamente que algunos intelectuales se aprovechan de su poder mediático para hablar de política sin tener ni idea. Entiende que lo grave es decir lo primero que se les ocurre, sin prepararse lo más mínimo y a sabiendas que siempre serán noticia por ser quienes son. Los ejemplos son excelentes: Vargas Llosa afirmando: "Hay que rendir un homenaje a Angela Merkel". A pesar de la vergüenza europea ante el genocidio de refugiados por el cierre de fronteras. Arturo Pérez Reverte, no se queda corto: "De nada sirven las urnas, si el que mete la papeleta es un analfabeto". ¿Se imaginan si además del carnet de identidad, se pidiera en las mesas electorales un certificado de estudios? Otra decepción es el filósofo Fernando Savater, quien sólo es partidario de la familia tradicional, llegando a decir que sin un padre o una madre las criaturas no se educan bien. Así, discrimina a los matrimonios del mismo sexo, o a quienes desean adoptar sin tener pareja. Félix de Azua afirma que "Zapatero fue el peor presidente de España desde Alfonso XIII". Franco o Primo de Rivera, por no olvidarnos de Rajoy, parece que son ejemplos de la mejor manera de gobernar. Otra torpe definición de la realidad la sostiene Javier Cercas, al decir: "Que sin el Rey Juan Carlos hubiera triunfado el golpe de Estado". Sin quitar importancia a la resistencia del monarca frente a la sublevación militar, también es cierto que los partidos políticos de izquierdas, los sindicatos y, sobre todo, una población que no quería renunciar a los derechos democráticos tuvieron un enorme protagonismo. En suma, Sánchez Cuenca llama la atención sobre lo injusto que resulta degradar la escena política diciendo lo primero que a uno se le ocurre, porque el peligro es que los demás se lo crean y lo repitan. Sin embargo más que reflexionar sobre su aptitud, ha habido reacciones a este libro y algunos de los intelectuales citados le han insultado, incluso en términos personales. Es evidente que aún se ha ejercitado poco el músculo de la democracia. Es decir, cuando la capacidad de interpelar a quien le contradice, en vez de recurrir al diálogo prefiere vomitar palabras violentas para callar la boca a quien discrepa y, sobre todo, a quien deja de ser un admirador incondicional.
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