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La ciudad sitiada
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La ciudad sitiada

Actualizado 15/03/2016
Luis Gutiérrez Barrio

La ciudad sitiada | Imagen 1El sol salía todos los días reluciente y limpio. Las calles bullían de actividad, los mercados abarrotados de productos de todo tipo se ofrecían apetitosos a los viandantes, que se paraban, miraban, probaba y cuando encontraban lo que más les apetecía compraban. El dinero nunca faltaba en sus carteras, por lo que podían permitirse el lujo seleccionar con exquisito detalle aquello que más les apetecía.

No se privaban de nada, nunca faltó de nada, hasta los más exóticos productos llegaban a los mercados y eran expuestos con la mayor naturalidad, sin que nadie se preguntara de dónde provenían. Todo fluía de forma natural, siempre había sido así y no había necesidad de complicarse la existencia cuestionándose el origen de aquellos productos. Nunca a nadie le importó cual pudiera ser la mano de obra que confeccionara aquellas maravillas. Ellos pagaban con un dinero, que parecía no acabarse nunca, y esa era su única obsesión, conseguir el dinero suficiente para poder comprar cuanto quisieran.

Hacía varios días, que empezó a notarse una mayor actividad en las afueras de la ciudad. Grupos, no muy numerosos, de personas empezaron a reunirse al pie de la muralla, nadie les hizo caso, eran cuatro desarrapados, sin más importancia. De vez en cuando se descolgaban unas cestas con alimentos para que aquellas pobres gentes no murieran de hambre. Ellos se conformaban con aquella miseria, pensaban que no tenían derecho a más, e incluso se mostraban agradecidos por aquellos mendrugos de pan.

Poco a poco el número de personas que se agolpaban al pie de muralla fue ascendiendo. La alarma se iba disparando en la misma medida en que ascendía el número de personas. En las calles y plazas empezaban formarse corrillos que comentaban el fenómeno con cierta inquietud. Algunos dieron la voz de alarma, pensaban que aquellas personas, de seguir ese flujo, podían constituir un peligro para el bienestar de la ciudad. Otros elevaban el tono de ese miedo y pensaban que ya no era cuestión de bienestar, sino de seguridad.

Llegó un momento en que el número de personas que había extramuros, era tan numeroso, como el de los habitantes de la ciudad, por lo que el peligro ya no era una hipótesis, sino una realidad. Las autoridades pensaron que lo mejor sería que a algunos de los que estaban fuera, se les abriera la puerta, se les permitiera hacer alguno de los trabajos que a los ciudadanos no les apetecía demasiado y con la limosna del salario que se le diera, podrían calmar los ánimos de los que estaban fuera.

La mayoría de los habitantes de la ciudad no entendía el motivo por el que aquella gente había acudido a la ciudad. Allí no había sitio ni recursos para todos, ya era bastante complicado el que llegara para los ciudadanos, como para que vinieran de fuera, reclamando un lugar en sus mesas.

No pasó mucho tiempo para que algunos de los recursos básicos de la ciudad empezaran a escasear. Cuando vieron en peligro su bienestar fue cuando empezaron a preguntarse el motivo de aquella escasez y por qué ahora faltaban cosas tan elementales, que nunca antes habían faltado.

Fue entonces cuando supieron que buena parte de aquella materia prima que alimentaba el funcionamiento de la máquina del bienestar, provenía de las aldeas en la que habitaban aquellas personas, y que una vez esquilmados sus campos y sus tierras, y al no recibir más que miseria a cambio, había decidido ponerse en marcha y caminar hasta la ciudad para reclamar aquello que les pertenecía y que durante siglos se les había negado.

Al ver que el peligro aumentaba de forma alarmante, que los muros no serían capaces de aguantar muchas embestidas más, al ver tan de cerca a aquella inmensa masa de gente, que les asediaba y que a punto estaban de tomar la ciudad al asalto, aunque para ello tuvieran que dejar en el camino a los más débiles: mujeres, niños, ancianos? los regidores se reunieron para tomar las medidas oportunas y evitar aquel desastre. Pero los regidores, hombres de poltrona segura, anclados al poder desde siglos, no estaban acostumbrados a solventar problemas de esa magnitud. Se reunían y se volvían a reunir una y otra vez, sin que fueran capaces de llegar a ponerse de acuerdo en las medidas que había que tomar. Mientras se enzarzaban en estériles debates, la gente, tanto de la ciudad como de extramuros, se impacientaban más y más. En los corrillos se notaba nerviosismo, de vez en cuando se oía la voz de alguno de los más exaltados, que reclamaban una solución pronta. Unos apostaban por abrir las puertas de par en par y que entraran todos para repartirse lo poco o mucho que hubiera. Otros alegaban que eso era una locura, que esa solución duraría muy poco tiempo, mientas hubiera existencias para todos y que cuando no quedara nada, se daría paso al saqueo y al pillaje, con la violencia como bandera y que la ciudad caería en manos de los más fuertes y desalmados, con lo que el hambre y la miseria volvería a hacer presa en los más débiles. Otros decían que lo mejor era expulsar a los sitiadores lejos de las murallas, que regresaran a sus aldeas y así, no viéndoles, el peligro desaparecería.

Mientras tanto, los regidores, seguían reuniéndose, una y otra vez, ninguno daba su brazo a torcer, todos pensaban que sus planteamientos eran los correctos y no estaban dispuestos a ceder lo más mínimo.

El tiempo pasaba y las soluciones no llegaban, el hambre y la miseria se fue apoderando de unos y otros. Las fuerzas del orden no podían atender a tantos desmanes como se sucedían a un la do y otro de la muralla. Los más ricos se fueron recluyendo en sus mansiones, llenaron sus despensas de víveres y de todo cuanto pensaban que podían necesitar para resistir hasta que aquello pasara. Los regidores seguían con sus discursos huecos. Hablaban y hablaban pero nadie escuchaba. Los ciudadanos se empezaron a agolpar ante el Palacio en el que deliberaban, profiriendo gritos exigiendo soluciones prontas. Pero esos gritos no llegaban a los oídos de los regidores que seguían con sus hueros discursos.

Las puertas de la ciudad no aguantaban la embestida de los que querían entrar y empezaron a ceder. Unos cuantos, al principio, y muchos más luego, fueron entrando en la ciudad, hasta que las calles se vieron abarrotadas de gentes que no tenían dónde dormir, qué comer?, pero al sentirse fuertes, fueron asaltando las casa y los comercios, cogiendo todo aquello que les era necesario para vivir y de lo que se les había privado durante siglos. Muchos de ellos no se conformaron sólo con lo necesario, sino que se apoderaron de cuanto se les antojaba sin importarles si para ello tenían que matar a sus dueños. Los ciudadanos trataron de proteger sus pertenencias, se hicieron fuertes en sus casas, pero no tardaron mucho en sucumbir y toda la ciudad se convirtió en un campo de batalla.

Pocos días fueron necesarios para que todo lo que se había construido durante siglos quedara reducido a escombros y cenizas. Mientras, los regidores seguían discutiendo, ninguno cedía lo más mínimo. Las puertas del Palacio en el que estaban reunidos cedieron ante el envite de las cientos de asaltantes. Cuando vieron aquella marea de gente entrar en el Palacio, los regidores no daban crédito a lo que veían. Ninguno se explicaba qué podía estar sucediendo, trataron de calmar a la muchedumbre con sus discursos, pero nadie les hizo caso. En poco tiempo, también el Palacio quedó reducido a un montón de escombros.

Pasadas varias semanas y cuando en la ciudad no quedó más que miseria, hambre, crímenes, desolación y ruina, cuando no quedaba ni un solo mendrugo de pan que echarse a la boca, los asaltantes empezaron a abandonarla y a regresa a sus tierras. Allí, aunque pobres, algo tenía para comer.

En la ciudad sólo quedaron sus primitivos moradores, que ahora se vieron con la ardua tarea de reconstruirla. En silencio, poco a poco, empezaron a recoger las pocas cosas que habían quedado servibles. Los regidores volvieron a reunirse con carácter de urgencia. Por fin y después de conversaciones dominadas por el miedo de lo acontecido, fueron capaces de llegar a una conclusión: ¡Lo primero que había que hacer era reconstruir la muralla, pero ahora la harían más alta y más fuerte!

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