El domingo noche los Oscar premiaban a quienes mejor pusieron en escena una historia de ficción, y a los actores que mejor representaron ser quienes no eran. Unas semanas antes, en Carnaval, todo el mundo quería jugar a ser otro en días de vanagloria de la locura y lo prohibido. Es preciso transmutarse en otro, disfrazándose, para poder hacer aquello que no nos atrevemos a hacer en nuestra vida cotidiana, para pecar sin penitencia, para engañar sin perder amigos.
Nunca he vivido con intensidad los carnavales, eliminados de mi juventud a golpe de decreto por la unidad de destino en lo universal de Ejército e Iglesia, pero personalmente lamento la deriva fiestera que han tomado así como la imparable decadencia del disfraz convertido ya en un simple alarde de originalidad infantil (los desfiles de los mayores son miméticos a los de los niños) y alejado de la simplicidad de su origen: no ser reconocido para poder transgredir las convenciones. Bastaba con un antifaz, con una túnica, con una máscara.
Pessoa sintió tan intensamente el nos ser sólo uno solo que decidió vivir casi permanentemente siendo otros, y se permitió el lujo de inventarse varios sí mismos dentro de sí mismo. No necesitó las máscaras porque siempre anduvo enmascarado, una suerte de perfiles (que no me atrevería a calificar de falsos) de Facebook avant la lettre. Vivir, desconocido por los demás, bajo la falsa realidad de una máscara "es la penosa cotidianidad de la vida" escribió desesperadamente.
¿Por qué no es siempre Carnaval y podemos atrevernos cada día a hacer aquello que en el fondo deseamos y la sociedad nos prohíbe? Tranquilos, sólo es una pregunta retórica. Se dice que en un lugar oculto del mundo hace miles de años cuando el homo sapiens comenzaba su andadura, una tribu perdida decidió un día permitir el realizar todas las locuras, jugar al engaño y a burlar al vecino y al esposo. Se dice también que esa tribu se extinguió sin pasar de la siguiente generación.
Entregados los Oscar, enterrada la sardina, tendremos que limitarnos otra vez a vivir nuestra única vida, apacible o no, y conformarnos con esas dosis de hora y media en las salas de cine -o cada vez más en casa- en las que podemos identificarnos con otros, los actores de las películas, para jugar a ser quienes no somos. Eso o crearnos varios perfiles autocomplacientes en diferentes redes sociales. ¿Tan poco nos gusta nuestra vida?. ¿O es justo lo contrario, que nos gusta?
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