A medida que leía "Contra paraíso" de Manuel Vicent, se me iban despegando de la memoria pedazos de vida, que son retazos y añoranzas de un pasado que me resulta lejano. Yo no sabía que las cosas que suceden en los pueblos, por muy distantes que estos estén (uno en la costa de Levante y el otro, en la meseta leonesa), las vivencias cotidianas sean tan parecidas, tan iguales, tan cercanas y tan patrias. Yo creí siempre que los niños pequeños de mi pueblo eran los únicos del mundo que vestían pantalón corto, sujeto con un tirante cruzado amarrado a un solo botón, y que tenía, además, una raja en el trasero, para aliviarse de entero donde y cuando le venía en ganas; pero no es así, también en el pueblo de la costa levantina, sucedía lo mismo; yo creí siempre que algunos niños de mi pueblo eran los únicos, no todos, quienes mamaban hasta los siete años, y que la madre era capaz de aguantar los mordiscos con la sola queja de "un tu padre".
Y seguí leyendo y comprobé que, en aquel pueblo como en el mío, las abuelas y las no abuelas rezaban con la misma devoción el "Santo Dios, Santo fuerte, Santo inmortal; líbranos, Señor, de tanto mal"; y que, por la mañana, se despertaban con el toque de la campana de la ermita de la Virgen, y que el mismo bullicio rompía el silencio de la madrugada con el repetido saludo: "Buen día nos dé Dios'; y seguía con el mismo trasiego de caballerías y de yuntas con el carro y el arado uncidos a sus espaldas, camino de la besana; y con el griterío de los niños, camino de la escuela. Y, luego, esa agitación mañanera se acostaba de repente, se enmudecía, se paralizaba y, sólo, le interrumpía la campanada del reloj que anunciaba la hora.
Y, en aquel pueblo como en el mío, la lechuza se bebía el aceite de la lámpara de la ermita; y los niños elaboraban canicas con barro de arcilla, que ponían a cocer al sol sobre una tabla jubilada por el uso y carcomida por la edad; y, también, que había niños que se sentían más fuertes que otros, porque eran dueños de una canica de acero, que pulverizaba en la refriega las canicas enclenques del contrincante. (Vivir para ver).
Yen aquel pueblo como en el mío, era imagen común ver a la criada y al ama con la tabla al hombro, portando tortas alineadas bajo una sábana blanca o de dril camino del horno, seguidas por un niño que arrastraba de la brida un caballo de cartón, que le habían echado los Reyes.
Y en aquel pueblo y en el mío, los fideos de hoy son de color blanco, más estirados, más finos, más lavados, menos gustosos, de otro apaño; en cambio, los fideos caseros, los que se hacían con aquellos coladores y harina de trigo candeal eran de color amarillo, más gruesos, más duros, más sabrosos y nutritivos: los recuerdo estirados, como hilachas, recolgados de un varal sostenido por los respaldos de dos sillas. Y una vez oreados al amor del aire, que entraba por la ventana, mi madre los migaba con la presión de las palmas de sus manos y los vertía sobre el caldo caliente del cocido: aperitivo de garbanzos, relleno y cacho de chorizo bofeño.
Son imágenes dormidas en la hemeroteca del tiempo y que, a veces, nos vienen a colación, como aquella otra de los bautizos. La voz corría como la pólvora: "Van a tirar", y esperábamos a la puerta de la iglesia a que saliera el recién cristianado, y nos uníamos al cortejo para hacer vez: y después de tomar el dulce y el trago los cercanos, salían el padre, la tía y la prima de la criatura con un canasto o fardel repleto de golosinas: caramelos, confites, avellanas, castañas pilongas (lo que se terciara), que los muchachos y los no muchachos pescábamos al vuelo; pero los muchachos estábamos más alerta al turno de las monedas, de aquellas perras gordas y chicas de níquel, que se embadurnaban de barro en tiempo de lluvias, y de polvo en tiempo seco, pero era igual, se lavaban en cualquier charco de la calle o en el pilón de la plaza de la Leña; y no les dábamos tregua en el bolsillo, pues, aun oliendo a humedad retenida, las gastábamos en palo dulce y regaliz en casa de los Paneras o de la Pericacha. Entonces, los bautizos eran un acontecimiento tanto para mayores como para pequeños, pues a nadie amargaba un dulce ni le venía mal la perra, aunque fuera chica.
Y aún quedan mil cosas e imágenes dormidas en la sala oscura de mi desván.
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