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La manta
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La manta

Actualizado 29/02/2016
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Llegas con la espalda molida. Está demasiado lejos el sofá de la entrada. El escaso pasillo se hace largo para poder tumbarte enseguida y estirarte del todo. Pero todavía vas a dar un último empujón a tu endeble voluntad. Vas a subir a la planta de arriba y te pondrás el pijama. Te va a compensar. Bajarás luego más cómodo.

La semana ha sido intensa. El mes ha estado apretado de actividades diversas de las que estás satisfecho. Pero el cansancio sale en algún momento. Hoy mismo, viernes por la tarde. Llegaste a casa vencido, casi sin poder pronunciar palabra. Sastisfecho, pero físicamente vencido.

El cuerpo tiene sus límites. Le has dado una tunda buena en lo que va de año. Quién lo diría. Quién te obligaba. Nadie. Por eso estás más complacido. Cumpliste tus compromisos. Hiciste lo que debías. Pero los sentimientos no pueden compensar el desgaste. Somos sentimientos. Sabias palabras. Pero más cosas. El soporte corporal casi siempre va por detrás de nuestra mente, de nuestro esfuerzo, y se queja a su modo en cuanto puede.

Sobre todo cuando te relajas, cuando pierdes la inercia que te mantenía activo. Se pone en marcha ese curioso mecanismo escondido que hecha un freno inconsciente a tu actividad frenética y, casi antes de llegar a tu casa, los músculos no te responden, se adormilan antes de tiempo, antes de tocar la tela gastada de tu viejo sofá que te está esperando, ya con el pijama puesto.

Tus hijas ya lo saben. Están acostumbradas a verte de refilón durante la semana. Hoy van a seguir a lo suyo, pero saben que te vas a tumbar y te dormirás de inmediato. Alguna, la más cariñosa, se acercará a darte un beso rápido y volverá a sus juegos. Te dejarán sitio, no te preocupes. Tu casa está llena, pero siempre tendrás espacio donde echarte un rato y reposar tu acumulada fatiga. Harán ruido, pero te da igual. Es más, deseas oírlas, aunque sea entre sueños. Saber que están ahí cerca. No en vano te criaste como hijo único, solitario, y siempre has necesitado cálida compañía.

Cuando ya estés tumbado, ella se acercará despacio. Ni osará rozarte la mejilla. Estaba pendiente de que llegaras. No es que no haya trabajado. Probablemente más que tú. Está también cansada, pero es más fuerte.

Descuida, no te inquietes. No te faltará ese dulce mimo que tanto añoras. Te echarás, molido y agotado. Y ella, cuando ya vea que tu respiración ha alcanzado esa tranquila cadencia, se acercará y pensará, como siempre, que a los cuerpos dormidos se les baja mucho la temperatura. Por eso te cubrirá con amorosa delicadeza con esa manta deshilachada que desde antes de casaros os ha cobijado a los dos tantas veces.

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