Lo entiendo. Son muchos los años que nos pasamos jugando a ser invisibles, mimetizándonos con el pupitre por temor a hacer el ridículo o, peor aún, por miedo a destacar. Son miles las horas recibiendo la misma lección que el chico que se sienta a nuestro lado, resolviendo los problemas de la misma manera, conformando poemas de métrica perfecta, aunque vacíos de contenido, o pintando bodegones al uso. La escuela, sus aulas, nos estandarizan, nos convierten en desapasionados receptores de discursos, entrenándonos para lo que será nuestra vida, preparándonos para adoptar una posición pasiva ante los miles de mensajes que inundan nuestro cerebro y que pueden ser resumidos en una simple orden: Compra, compra; compra, estúpido.
Esto, ligado con la actualidad futbolística, me remite a las improvisaciones jazzísticas de Neymar o Messi. Ellos, que pisaron poco la escuela, juegan como si nadie, nunca, les hubiera dicho "no hagan eso" o "eso está mal". Tocan con los pies su instrumento, la pelota, con la inocencia de un niño y con el virtuosismo de quien no se ha formado a partir de un método, de quien, como el maestro Paco de Lucía, no ha solfeado jamás una sola partitura. Por eso mismo no atienden a las convenciones que pretenden convertirse en norma de valor universal equiparable al "no matarás" bíblico. Es mentira que hacer una lambretta falte al respeto u ofenda, no hay ley natural ni de sentido común que diga eso. Es solo que al defensa al que se lo hacen no le sale y, claro, ¿por qué no ser todos igualmente mediocres como lo éramos forzosamente en el colegio?
El homenaje que el otro día le hicieron al penalty indirecto de Cruyff es como el poema que se le dedica a un maestro, como un cuadro que nos remite a otro, como una película que se sirve de un plano ya hecho para darle una nueva dimensión. Una obra maestra, en definitiva, solo al alcance de quienes han llegado al fútbol para aportar algo nuevo y alejado de la lógica del "ganar a toda costa". En un domingo cualquiera, en otra noche más de fútbol como tantas otras a lo largo del año, Messi provocó en el espectador ese extrañamiento que persigue quien asiste a un museo. Quizá, lo que les resultó raro a quienes lo critican, es que el museo fuera un campo de fútbol, reservorio habitual de entradas canallas, de citaciones a la salida para saldar cuentas o, en el mejor de los casos, de juego pragmático guiado, en última instancia, por la lógica mercantil.
Pero no se ofenda si es usted de los que piensa que lo del penalty fue una falta de respeto y lo de Neymar motivo de ejecución pública en la plaza del pueblo. Si ha seguido leyendo esta columna es porque tiene dudas, porque no sabe si asistió a lo que pueden ver normalmente los hombres que están fuera de la caverna, sin ataduras ni cadenas. Son muchos años en la escuela y olvidarlos, desaprender y volver a educarse en la libertad, cuesta un mundo, casi una vida. Lo entiendo.
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