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¿Para qué la Universidad?
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¿Para qué la Universidad?

Actualizado 08/02/2016
Lorenzo M. Bujosa Vadell

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Lo que conocemos hoy como Universidad en nuestro ámbito de civilización occidental nació básicamente con el fin de suministrar personal bien formado a las nuevas élites gobernantes de los reinos bajomedievales. No es extraño que las ramas que por aquellos tiempos interesaban sobre todo fueran el Derecho y la Teología. Para organizar, en síntesis, los asuntos de los hombres y los de estos con Dios.

Los cambios han sido enormes desde los siglos XI y XII, pero la institución permanece. No es poco éxito, a pesar de los vaivenes de la historia, de las reiteradas presiones políticas, de la ocasional instrumentalización y de algunos intentos más o menos expresos de estrangulamiento, no sólo en lo económico -que también-.

Se mantiene este ayuntamiento de profesores y estudiantes, junto con el conjunto de personal auxiliar y de gestión que permite, salvo anomalías concretas, que todo siga funcionando. La estructura esencial es la misma y probablemente también la función. ¿Pero cuál debe ser esta función en el tercer milenio?

No es irrazonable pensar en la alta formación de estudiantes para una sociedad abierta y cambiante, lo cual sin duda choca con antiguos dogmatismos más propios de escolásticas inadaptadas a la postmodernidad. Pero aun concordando en la necesidad de esa enseñanza especializada y de máximo nivel, se plantean numerosas cuestiones sobre su conformación concreta, en las que llevamos discutiendo mucho tiempo, y en ocasiones sin distinción entre lo esencial y lo contingente.

La preparación de los jóvenes para su futuro profesional hace pensar demasiadas veces en convertirnos en una especie de escuelas de negocios, en que sólo se mide el éxito por la colocación de nuestros egresados en el mercado laboral. Lo que no es problema de escasa importancia, porque no se trata de educar sujetos para la mera contemplación, sino seguir en la senda, ahora ya democratizada, de formar conjuntos bien preparados de hombres y mujeres que puedan llevar con solvencia las riendas de la sociedad fluida y globalizada.

No se pretende hablar tampoco de elitismos sociales, pero sí de adiestrar a los mejores. Nada nuevo. Sólo que es imprescindible al tiempo contribuir a poner en valor social los oficios que tienen su arte y su técnica, pero que no necesitan del paso por nuestras antiguas instituciones universitarias para un adecuado aprendizaje.

La formación universitaria, además, ha pasado a ser en algunos lugares y en algunas mentes más que una política pública fundamental, un perfecto negocio. No estoy hablando sólo de las Universidades privadas, en que el máximo beneficio es una de sus razones de existir. También de algunas Universidades públicas que, ante las miopías gubernamentales, en lugar de su tradicional papel crítico y fundamentado, se limitan a acomodarse a las tiranías de la supuesta libre concurrencia mercantil. El problema es que se ve como gasto lo que debería entenderse como esencial inversión.

Una verdadera Universidad no puede cumplir sus fines sin valorar la formación del conocimiento en sí mismo. La detenida y laboriosa formación de conceptos, argumentos, ciencia en definitiva en su sentido más amplio, y aún alejado de la simple eficiencia empresarial. No tiene sentido priorizar sólo la obtención directa de réditos, lo cual es demasiado común y está generalizado en exceso. Bien está que se estimule la aplicación de los conocimientos científicos a las necesidades actuales de la sociedad. Pero si se descuida la elaboración cuidadosa de cultura y sabiduría perderemos los fundamentos de calidad imprescindibles para que en nuestras aulas universitarias pueda hacerse nada de verdad constructivo y con alguna pretensión de continuidad.

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