Este año seguiré echando pestes de las cosas que me disgustan. Porque una de las obligaciones básicas del periodista consiste en denunciar a los abusones, cantamañanas, hipócritas, tontos y demás sinvergüenzas, valga la redundancia. Y no sólo a quienes ostentan el poder (sobre todo si lo detentan) sino también a aquellos que aspiran a gobernar sin méritos ni miramientos.
Durante casi cuatro décadas de ejercicio profesional en Radiotelevisión Española y diversos medios escritos (ahora estoy jubilado) he trabajado en el País Vasco, La Rioja, Baleares y Salamanca. He viajado por diversos países de tres continentes. He pisado lugares de difícil acceso para el común de los mortales. He contado noticias de política y políticos, indagado crímenes, entrevistado a científicos, artistas y personajes de los más diversos oficios y dedicaciones. Pero nunca he cubierto un turno de noche.
Duermo poco, eso sí, y con cierta frecuencia oigo la radio de madrugada. No voy a mencionar emisoras ni cadenas porque lo que voy a decir a continuación vale para cualquiera de ellas. A esas horas la radio se convierte en un muestrario de voces que cuentan hechos generosos hasta la heroicidad; no precisamente en las selvas amazónicas o territorios yihaddistas sino en el ámbito de los hogares donde se sufre una enfermedad grave, una pérdida familiar o la angustia de la soledad forzosa. En las llamadas telefónicas y los mensajes digitales brotan personajes sacrificados, generosos y entusiastas; trabajadores de las mil actividades que la sociedad exige a una minoría mientras la mayoría duerme.
Poque también constituye una función importante de los medios de comunicación poner de relieve lo que vale la pena, destacar los merecimientos y dar voz a las personas buenas. Tal vez suene exagerado, pero los programas nocturnos me devuelven la fe en la humanidad.
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