Nos llega el anuncio de retirada de Artur Mas durante la hora del vino de la tarde, y surge un acalorado debate. Comento que a me ha sorprendido. Me ha sorprendido, porque Mas ha demostrado tal tozudez, que me lo imaginaba jugando el papel de mula Francis hasta el final.
Me ha sorprendido, me ha agradado y me ha disgustado. La sorpresa ya la he explicado. El agrado resulta obvio: es personaje que no goza de mi simpatía por altanero, por estar tan próximo a la corrupción, por jugar a ser Infanta Cristina, de esas que se aprovechan de todo lo que dicen ignorar, pero que degustan sus frutos hasta chuparse los dedos. Me desagrada, porque se precipitan acontecimientos que me dan rabia, que me desconciertan.
Creo que la izquierda ha de tener vocación de universalidad y no me gusta su papel ultranacionalista. Creo que la izquierda es internacional, y me entristece ver cómo se decantan por amparar un modelo estatal que ha demostrado que no funciona. Creo que la izquierda ha de estar por encima de los nombres, y ha de apoyar las ideologías. Votar un proyecto de Convergencia es jugar sucio, desleal y ya teníamos bastante ración de detritus con los Pujol y los Mas. Acreditado tiene Convergencia que de limpieza le queda un tres por ciento. Y si llega.
Después del monólogo, dejé hablar a los demás. Salieron argumentos diferentes. Emilio, como no podía ser de otra manera, criticó el nacionalismo sin darse cuenta de que él es el más nacionalista de todos. Ultranacionalista español, feroz y exasperante.
Pedí un vino del Penedés. A Emilio no le hizo ninguna gracia.
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