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Donde habitan las nieblas
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Un viaje intimista...

Donde habitan las nieblas

Actualizado 30/12/2015
Ángel de Arriba Sánchez

"Vuelves a mirar por las ventanas, pero la mañana sigue con sus cortinas de cal y lo que ves es una gran lengua vacuna lamiendo los cristales como en un poema de T.S. Eliot"

A veces tengo que acudir al territorio de las nieblas.

No es que me lo dicte el morbo, ni que maneje un temple británico, no, sino que obedezco mandados inexcusables que hay que hacer, como cuando tu madre te quitaba de jugar al fútbol para que le trajeras no sé qué del ultramarinos. Son cosas de la querencia, quiero decir.

[Img #490740]La última vez fue el pasado sábado. La mañana se había levantado con un gran sudario blanco que cubría toda la ciudad, el alfoz, las tierras rebrotadas de noviembre, y más allá?,hasta los ánimos más hondos de la gente.

Las visitas son por la tarde, pero a veces te dan un pase de mañana. Crucé la niebla hasta el edificio como quien avanza en góndola por la turbia laguna de sus pensamientos. Llegué, me dirigí a los ascensores, y subí solo agradeciendo que esta vez no entrara nadie conduciendo una camilla.

Para entrar en ése área de la planta, tienes que franquear una puerta de metal con dos ciegos ojos de buey. Y tocar el timbre y esperar. Si te place, puedes mientras leer el cartelón lateral que te recuerda que no puedes dejarles mecheros a los pacientes. Habrás de tocar de nuevo y esperar?, que el paso a otros mundos siempre arrastra su iniciación. Y así hasta que un gran celador de blanca bata te abra. Y tú dirás el nombre que buscas, y él apuntará el tuyo en una lista, te dirá que tienes una hora, y luego ya podrás entrar en el territorio.

[Img #491068]Avanzarás por el ancho pasillo cruzándote con seres en pijama. Advertirás a viejos y a jóvenes, a guapos y a feas, a mujeres y a hombres, y sabes que ya te dirá de cada cual. Llegas a la habitación de tres camas, y cuando te vea entrar, tal vez le haya quedado una sonrisa para ti. Y ya puedes salir con la persona que has ido a visitar al pasillo, y ser uno más en la riada de lentos cavilantes. Tal vez tengas suerte y la sala que sirve de comedor esté vacía, y os podáis sentar en una mesa a charlar, o a batir el silencio que se cuaja entre los dos. Otras veces, cuando te asomas por los grandes ventanales de esta séptima planta, ves el río en su discurrir si prisas, y los chopos de su ribera, y la arrogante torre de la catedral, y más allá la vega, las distancias que hace la tierra en su huir; y en los días límpidos, hasta puede que veas los violetas dientes de la sierra. Pero hoy hay niebla, acuérdate, y lo sientes, pues están levantando un nuevo edificio en el hospital, y tal vez la próxima vez su altura no dejará a esta sala más que un ahogo de luces.

Y aquí tú, que hasta ahora le has estado dando alegría como a granel, empiezas a sentir el ahogo del ambiente, la oscuridad de la hora, y te asomas al momento como si fuera a un cerrado patio de luces. En la sala hay un gran cuadro que ya conoces, una especie de encerado donde alguien dibujó en estilo naif la Casa Lis, el viejo puente, unos patos por el Tormes..., y por encima de ello, tal vez otro le puso una nebulosa de tiza, y dibujó un corazón. Y de nuevo, como tantas veces, esa vista te trae un poco de redención.

Llegan otros visitantes y se sientan con sus pacientes en las mesas contiguas. Y en la tuya se adelgaza la voz, y te dice que la anciana cuyos albos cabellos mesa su hija, la trajeron por cosas de la pena por la pérdida de su esposo; y que el adolescente a la que no sabe dejar de reñir su madre al fondo, se había enredado en la droga; y que el enjuto solitario apoyado junto a la ventana, lo trajeron los municipales por agredirles cuando lo encontraron ebrio tirado en una calle de la noche; y que esa mujer de tan buen aspecto, de sobria y hermosa sazón, tiene depresión por la traición amorosa del que ahora le sujeta la mano; y que el otro aquel tiene días en que se cree Napoleón, y que la que entra en ese momento, como nueva actriz en este teatro de variedades, nadie, ni los doctores ni el DMS II, saben qué es lo que la nubla cada cierto tiempo.

Vuelves a mirar por las ventanas, pero la mañana sigue con sus cortinas de cal y lo que ves es una gran lengua vacuna lamiendo los cristales como en un poema de T.S. Eliot.

La hora se disipa en un reloj dalidiano y te tienes que marchar. Miras sus ojos una vez más, los que conoces con centellas y soles, y no encuentras más que vapor. Abrazas su cuerpo que sientes flojo y húmedo, y que tome la medicación, y que mañana, o pasado, volverás.

Antes de salir te embosca uno que no has visto venir. Se mueve como un espadachín y no lo puedes evitar, y que si tienes un pito, o dos, y algo de lumbre para encender.

Regresas luego por la vereda del río. En tu cabeza hay volutas de sensaciones. Llegas al Puente Romano y ves que el ahogo de la mañana empieza a claudicar; que un sol quirúrgico ya rompe la gasa que suturaba al día, y pasan las piraguas deshilachando el difuso aliento del río.

Sonríes, y te dices que todo , de nuevo , se arreglará.

Aunque sabes que llegará otro día en que sonará el teléfono y tendrás que volver de visita a donde los inquilinos de la bruma, allá, en la séptima planta, donde se dice que habitan las nieblas humanas, aunque nadie sabe a ciencia cierta donde están, ni cuándo vienen, ni cuándo es que se quieren marchar.

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