Este año no hay duda. Llevo una década celebrando el solsticio de invierno en Bilbao y ni los más viejos del lugar recordaban una Navidad tan calurosa, con tanto sol. Y esto aquí, en Invernalia del Norte, más que un milagro es un asunto preocupante. Para evitar que los paisanos se pongan nerviosos y afloren las teorías del fin del mundo junto a los almendros de la vega a finales de diciembre y con la luna llena empujando mareas y mareos, la ciencia, esa diosa detestable, nos ofrece una agarradera atornillada a las nubes que no tenemos. Y claro, invocamos con la boca bien grande y la voz ahuecada al cambio climático. Qué alivio. Todo queda explicado. Aunque a los escépticos de siempre, a los que perdemos el juicio cada vez que tiramos de la cadena, no nos convenza la justificación científica y prefiramos pensar en el fin de una era, en la desaparición de los dinosaurios, en unas elecciones generales y un país sin presidente aunque con un rey sanguíneo que habla desde un palacio irreal a una sociedad tan real que sólo cree en las regias majestades de la Epifanía.
Escribo frente a una ventana por la que entra el sol a cañón. Veo montes que recuerdo verdes aunque estén perdiendo el color. Estos todavía no han ardido. Y la ría con la Naval reconvertida. Uno de los astilleros más productivos del país es ahora una atracción turística donde, en ocasiones, se fabrican barcos. Y de fondo, suena música andina a todo trapo. Eso me pasa por buscar "Inti Raymi" en el Yutú para tener ambiente de la fiesta del sol. Y claro, se me agolpan los recuerdos de mi vida peruana, momentos y personas, la sierra, la lluvia en los tejados de calamina y el sol más cerca, desde la meseta de Acunta, a 2.380 metros de altura. Ay mi Cajamarca chotana.
Es la Navidad la fiesta del solsticio de invierno. Y la noche del 24 de diciembre la más larga del año. Justo el momento en que los cristianos decidimos que tenía que nacer nuestro Dios. Un Dios que, como el sol, nace para ir comiéndole el terreno a las tinieblas, a la oscuridad, a la noche. Un Dios que nace en una familia rara, una pareja formada por una chavala de pueblo que se quedó embarazada estando soltera y un señor mayor que decide aceptarla. Una familia obligada a emigrar para arreglar sus papeles. Y a la que nadie da posada. Así es el Dios en el que creemos los cristianos. El último de entre los últimos. Un nadie al que nadie quiere. Un ser tan especial que pudiendo haber venido montando un espectáculo de luz y sonido y sometiendo a los reyes sanguíneos y epifánicos de todas las naciones, pues no. Va y decide hacerse uno de nosotros. Nada menos que judío, en Palestina, bajo la dominación del imperio de Roma, en una familia mal mirada y echando el meconio en una cuadra prestada.
Sí, lo sé, suena todo fatal. Lo del solsticio de invierno con tanto sol, el Inti Raymi del día de san Juan Bautista, el cambio climático y ese Dios que se hace humano del modo más inhumano. Por todo ello, y porque soy cristiano, feliz Navidad. A todos. También a los hombres y mujeres de buena voluntad.
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