El ambiente se hace agobiante. Hay una especie de conspiración mediática que genera para muchos desasosiego, cuando no un ruido fastidioso. Un espectáculo obsceno de promesas vanas, desplantes chulescos, imágenes para el olvido. Actores que parece que les va la vida en el juego del "y tú más", del rencor grupal urdido en la cueva. Caravanas que promueven ilusiones prestadas de aquí para allá animadas por musiquillas que buscan ser pegadizas. Mítines, carteles, buzoneo. Gacetilleros intermediarios de pacotilla que compiten con pretendidos gurús del análisis sesudo. La política está hasta en la sopa. No es para tanto, me digo con tono profesoral, son un poco más de un par de semanas que suceden cada cuatro años, y, entre medias, todo son quejas.
No sé en qué medida puede haber alguien nacido hace sesenta años o antes que discuta la relevancia de una votación. Quizá sí. Hay gente para todo, y seguramente pueden tener razones teóricas convincentes, desengaños hirientes; pero aun así no lo entiendo. Somos en gran medida producto de nuestra experiencia y puedo asegurar que si algo tengo gravado en mi memoria política fue la jornada del 15-J en 1977 cuando el cambio que se anunciaba empezó a cobrar realidad. Desde entonces he votado siempre y me resulta difícil comprender que otros no lo hagan, aunque racionalice sus motivos y estos terminen constituyendo el manual del abstencionista que luego pacientemente explique en clase.
Es muy posible que en una sociedad integrada por millones de individuos donde el egoísmo es un comportamiento rampante, la acción solitaria y personal de ir a votar sea una de las que tenga explicación más difícil. Solo una mística engolada que evoca el compromiso cívico o el deber ciudadano intentan generar una conciencia de trascendencia a un acto que, se mire por donde se mire, está exento de épica. No solo eso, también conlleva molestias derivadas del tiempo empleado, del traslado a un colegio electoral a veces lejano, de la búsqueda de información mínima necesaria para propiciar la exigible rendición de cuentas, de la superación de la última frustración. En mi irracionalidad, sin embargo, lo que me impulsa es el recuerdo de aquel miércoles de junio que se repite una y otra vez cuando me acerco a una urna, por las sensaciones que me embargaban al caminar por las calles del barrio, por la incertidumbre del resultado y lo promisorio del momento.
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