He perdido un amigo. Se me ha muerto un referente, alguien en quien fijarme para seguir caminando por la vida con dignidad y sencillez, sin hacer ruido, sirviendo a los demás calladamente, sin preguntar mucho, mostrándose cercano y disponible, con sensatez y sentido común, con un amor fiel e inamovible que ofrece ?no impone- confianza y apoyo, con alegría serena y sentido del humor que relativiza los problemas y los hace más aceptables y soportables, una alegría que brota de la fe, que mantiene el paso esforzado de la esperanza porque en la caldera del corazón no se apaga la llama del amor de Dios. Me estoy refiriendo a José Manuel Romo García, sacerdote, fallecido la semana pasada y a las cualidades que transparentaba.
Al ver el apellido muchos creyeron que se trataba de su primo, Antonio Romo, y han respirado aliviados al enterarse de que seguía entre nosotros. Algo debe tener esa familia que produce tanta gente entregada al prójimo, servidores de los pobres, creyentes hasta el desgaste personal, transmisores de esperanza, contagiadores de la alegría de la fe, sacramentos vivos y cercanos del amor de Dios. En una civilización como la nuestra, en la que padecemos la tiranía de la imagen, la fama está muy mal repartida, tal vez porque no preguntamos a quien tiene verdadero conocimiento de las cosas: no preguntamos a los pobres ni consultamos a Dios. Es probable, casi seguro, que Dios y los pobres tengan una opinión mucho más completa sobre quiénes merecen la fama; no son cicateros y no les importa repartirla, su mente es más certera y su corazón más agradecido que la opinión políticamente correcta de nuestra sociedad. Pero, en fin, es lo que hay.
José Manuel Romo no descubrió a Dios entre los pucheros, sino entre los tractores y las herramientas de trabajo de la huerta, en su casa y en la Fundación Rodríguez Fabrés donde cursó Formación Profesional Agraria y convivió con los sacerdotes que allí compartían la vida con los alumnos. Coincidí con Romo ?José Manuel- en el Colegio Mayor del Salvador, Seminario para vocaciones tardías procedentes de toda España, de todas las clases sociales y ambientes eclesiales, un Seminario que merece un historiador que estudie su peripecia, pero eso es otra historia para otro día. Volvimos a coincidir en la parroquia Nombre de María, mi parroquia de origen, cuando yo hacía las prácticas pastorales en el año del diaconado. Vivimos en la misma casa parroquial y pusimos en marcha iniciativas con los jóvenes, preparamos juntos las homilías de los domingos; él me iba enseñando como quien no quiere la cosa, sin darse importancia y dándome libertad de acción, que luego revisábamos, única forma de aprender de verdad y deprisa ?la "pedagogía de la morrada" decía Fontecha, un antiguo profesor nuestro en el Seminario del Salvador antes citado-.
Al terminar mi período de formación el obispo D. Mauro, que nos había ordenado de presbíteros a ambos, nos envió juntos a la Sierra de Francia ?Sotoserrano, Cepeda, Herguijuela de la Sierra, Madroñal y Rebollosa-. Yo creo que el obispo frustró un poco la vocación de José Manuel ?dedicarse a los enfermos y al mundo de la Sanidad y la Salud- para no mandarme a mí, solo e inexperto, a cinco pueblos. Hacia el final de esa etapa pudo comenzar a desarrollar su vocación cursando la carrera de Enfermería, porque quería dedicarse a los enfermos con conocimiento de causa, no sólo por intuición o gusto personal.
Pero durante nuestra estancia en la Sierra no perdió el tiempo: puso en marcha conmigo una de las primeras fraternidades apostólicas y no paró hasta conseguir el compromiso pastoral de los Padres Paules y las Hijas de la Caridad con la Sierra de Francia; fruto de aquel empeño suyo son las comunidades de Hijas de la Caridad que se han sucedido durante los últimos cuarenta años en la Sierra de Francia en presencia ininterrumpida.
De su larga etapa como capellán de hospital otros podrían hablar mejor que yo, médicos, enfermeras, personal auxiliar, administrativos y, sobre todo, miles y miles de pacientes y sus familias a los que acompañó discreta y eficazmente, ayudándoles a vivir con dignidad y sentido cristiano los misterios del dolor, el sufrimiento, la enfermedad y, en su momento, la muerte y, siempre y sin distinción, su apoyo humano y su consejo sensato y práctico. Durante lustros el hospital Psiquiátrico de la Diputación y el Virgen de la Vega fueron su casa y en ellos vivió 24 horas de servicio permanente, luchando a la vez para construir un equipo pastoral formado no solo por sacerdotes sino por todos los agentes sanitarios y los voluntarios que se ofrecían. Creo no faltar a la verdad si afirmo que una parte importante de la medicina humanizada y humanizadora, del ambiente familiar que se respira en el Hospital Virgen de la Vega, se le debe a él y a su presencia fiel, discreta, permanente, unificadora, testimonial con el ejemplo abundante y la palabra parca y sincera.
Descanse en paz y que, por la comunión de los santos, pueda seguir echándonos una manita y ejercer como punto de referencia a los que aún permanecemos en este mundo.
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