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Disculpe, jovencita
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Disculpe, jovencita

Actualizado 14/12/2015
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Disculpe, jovencita. Disculpe mi intromisión. La he visto aquí tan sola, con sus ojos tristes. Perdóneme que la moleste. Espero no la incomode que un inofensivo viejo le hable. No he podido evitarlo en cuanto he oído su acento. Es usted salmantina ¿cierto? Echaba tanto de menos oír esa cadencia, esa vocalización austera que pobló mi infancia y mi juventud. Hacía tanto que no inundaba mis oídos.

Confieso que primero me llamó la atención su pelo. Las ondas morenas de su luminoso pelo. Y la suavidad de sus rasgos. Su rostro que refleja esta luz esplendorosa de invierno. Uno es viejo, pero aún se fija en estas cosas. No se lo tome a mal. No quería interrumpir sus reflexiones. Le ruego entienda mi arrebato. La oí de lejos, sentada aquí en esta terraza. Estaba al lado de esa fuente. A media sombra en este jardín tranquilo. Acabó de hablar, soltó con ira el celular, y yo sin pensar me levanté hacia acá.

Está usted hermosa, aún con su cara seria. Ya me di cuenta de su malestar. No pude evitar oír su enojo. No se preocupe. Las discusiones son normales en las parejas y lo han sido siempre. O tal vez sea que ese muchacho no la merece. No piense que me inmiscuyo. Usted me ha alegrado el día. Se parece tanto a ella?

La estaba observando mientras hablaba, pensado que era una michoacana más sentada aquí en esta plazuela para tomar su café de media mañana, y enseguida he notado que era distinta. Que sus palabras,que me llegaban a medias, me revolvían la memoria. Que mi corazón se detenía por un momento. Y ha sido entonces cuando me he dado cuenta que usted me la recordaba tanto?

Vine aquí de pequeño, con mis padres. Eran tiempos difíciles. Hace tanto tiempo. No pudimos volver, aunque se acabara la guerra. Aquí hice mi vida y aquí tranquilo espero mi muerte, paseando poco a poco por estas calles que me recuerdan a las de mi lejana Salamanca. Pero sobre todo es a ella, a quien me ha traído usted a la mente. No, no es cierto. Ella siempre está en mis pensamientos. Me acompaña siempre por estas suaves cuestas, y usted solo ha acentuado su presencia.

También venía de Salamanca. También sus padres tuvieron que escapar en una noche lúgubre de un verano salvaje. Pero nos conocimos aquí un día en que yo paseaba con calma por los soportales de la Avenida Madero, mirando a las jovencitas que comían sus chilaquiles. Ella tenía su misma sonrisa quieta. Su misma lágrima colgada de unos inmensos párpados. Estaba sentada en una terraza y esa vez tampoco pude refrenarme y le hablé.

Desde entonces no me ha dejado. No hay momento en que me olvide de ella. Cuando veo estos parterres, verdes y floridos, me viene a la cabeza su cara pálida y serena que gozaba de estos inviernos suaves, aunque añoraba nuestra fría Salamanca. Murió hace ya tiempo. Pero mi corazón siguió ocupado.

Perdone que le haya robado su tiempo con mis cuentos de exiliado viejo. Aunque si no la ha incomodado mi presencia, sepa usted que me ha alegrado el día.

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