El día 7 de diciembre de 1965 se celebraba la última sesión pública del Concilio Vaticano II. Los que habíamos acudido aquella mañana a la Basílica de San Pedro esperábamos con ansia la votación final de la constitución "Gaudium et spes" sobre la Iglesia en el mundo de hoy.
Imaginábamos que el Papa Pablo VI pronunciaría un importante discurso, como para resumir los trabajos, las fatigas y las alegrías del Concilio. Un discurso para presentar a la Iglesia y al mundo los resultados de aquel itinerario conciliar. Un discurso que, sin duda, sería un testimonio de la fe de Pablo VI en Jesucristo y de su amor a la Iglesia.
Y así fue. En aquella solemne ocasión, el Papa explicó que el Concilio había tratado no sólo de hablar de la Iglesia, sino de buscar y proclamar la gloria de Dios, buscando su conocimiento y su amor y adelantando el deseo de contemplarle. Aquellas palabras parecían una respuesta a los que criticaban el excesivo humanismo del Concilio.
Pero, después de subrayar la orientación conciliar hacia Dios y su Reino, el Papa recordaba también la atención que el Concilio había prestado al mundo y al hombre. Y ahí pudimos escuchar con admiración aquella especie de poema que Pablo VI dedicaba al hombre. El de nuestro tiempo y el de siempre.
? El hombre que vive, el hombre que piensa en su propio beneficio, el que afirma que él es el principio y la explicación de todas las cosas.
? El hombre que lamenta sus propias tragedias, el que considera a los demás por debajo de sí mismo.
? El hombre insatisfecho de sí mismo, que ríe y llora; el hombre versátil para todo, siempre dispuesto a representar ciertos papeles.
? El hombre que como tal piensa y ama y suda en su ocupación y parece estar siempre a la expectativa de algo.
? El hombre a quien hay que considerar con un cierto respeto religioso por la inocencia de su infancia, por el secreto de su limitación, por la compasión que excitan sus miserias.
? El hombre unas veces cerrado en sí mismo y otras, abierto a la sociedad; el hombre enamorado del pasado y a la vez volcado hacia el futuro.
? El hombre tan pronto manchado por sus crímenes como adornado de santas costumbres.
Tras esta letanía, añadía Pablo VI: "Un inmenso amor hacia los hombres ha dominado por completo el Concilio? Reconoced por lo menos este mérito al Concilio, vosotros los humanistas de hoy que rechazáis las verdades trascendentes, y reconoced también este nuestro humanismo; pues también nosotros, y en mayor grado que nadie, somos humanistas".
A 50 años de distancia cabe preguntarse si el humanismo laico ha aceptado aquel mensaje. Pero también hemos de examinar nuestra conciencia para ver si las obras cristianas, motivadas por el amor de Dios y el amor a Dios, han promovido el respeto y el amor al hombre.
"El hombre es lo que importa". Aceptamos el desafío de aquel verso de León Felipe. Y tratamos de vivir esa atención a la luz de la fe en el Creador y Padre del hombre.
José-Román Flecha Andrés
ALÉGRATE
"Alégrate, hija de Sión, grita de gozo, Israel, Regocíjate y disfruta
con todo tu ser, hija de Jerusalén". El tercer domingo del Adviento está marcado por el signo de la alegría. Así lo refleja esta exhortación del profeta Sofonías, que se proclama en este día (Sof 3,14).
Es verdad que, con demasiada frecuencia, en este mundo nuestro se confunde la alegría con la satisfacción. Ponemos nuestra alegría en las cosas que poseemos o adquirimos. O en el triunfo de nuestro partido político o de nuestro equipo favorito.
Es legítimo alegrarse por estas cosas y por otras muchas que nos gustan y nos ofrecen un descanso. Pero el profeta Sofonías anota la causa última de la alegría de su pueblo: "El rey de Israel, el Señor, está en medio de ti, no temas mal alguno" (Sof 3,15).
Mientras se acerca la celebración del nacimiento de Jesús, podemos examinar nuestra conciencia para ver qué es lo que nos produce alegría. Y por qué muchas personas dicen que estos días de fiesta sólo les producen tristeza.
PREGUNTAS Y RESPUESTAS
El evangelio de Lucas que leemos en este tercer domingo de Adviento (Lc 3, 10-16) nos recuerda las preguntas que suscita en las gentes la predicación de Juan, hijo de Zacarías. En realidad es siempre la misma pregunta: "Entonces, ¿qué hacemos?"
? En primer lugar, Juan exhorta a todos a compartir sus vestidos y su comida con los que padecen necesidad. Con ello, evoca algunas de las obras que constituyen el verdadero ayuno, como ya decían los antiguos profetas (Is 58,7).
? A los publicanos o cobradores de tributos, Juan les exhorta a no exigir a las gentes más de lo establecido. Esa era, en efecto, la crítica más habitual a los que contrataban ese servicio y trataban de beneficiarse a costa de los contribuyentes.
? A los soldados les responde pidiéndoles que no hagan extorsión a nadie, que se contenten con su paga y que no utilicen su puesto para aprovecharse de las gentes por medio de falsas denuncias.
EL NUEVO BAUTISMO
Como se ve, Juan no se andaba por las ramas. Sus indicaciones eran atinadas. Y verdaderas, puesto que revelaban su propia vida. Por eso todos se preguntaban si Juan no sería el Mesías. Pero él sólo pretendía anunciar al que venía detrás de él:
? El que viene es más fuerte que Juan. Pero su fortaleza no se manifestará en la violencia, sino en el servicio humilde a los demás.
? El que viene bautiza con Espíritu Santo y fuego. El Espíritu es el aliento que da vida y el fuego el elemento que calienta y purifica de la escoria.
? El que viene trae en su mano el bieldo. Ese instrumento de labranza es la horca para aventar la parva y separar el trigo de la paja. Ante el Mesías se estima lo que vale y alimenta y se desecha todo lo que ha de ser arrojado al fuego
- Señor Jesús, nos alegra de verdad la próxima celebración de tu nacimiento. Que esa alegría nos ayude a cambiar de vida, a rechazar nuestras idolatrías y a aceptar ese nuevo bautismo con el que tú sometes a discernimiento nuestros deseos y nuestras obras. Ven Señor Jesús. Amén.
José-Román Flecha Andrés
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