Tendría 17 o 18 años cuando leí la "Peste" de Albert Camus. Desde entonces ha sido, junto a Franz Kafka, Thomas Mann, Scott Fitzgerald o Saint-Exupery, uno de mis escritores favoritos. Sin duda esta lista podría alargarla con otros nombres. Sin embargo, selecciono solo aquellos que en mi primera juventud dejaron en mi memoria una profunda huella y que aún hoy en la vejez sigue viva. Las lecturas del "Extranjero", "El castillo", "El Proceso", "La Montaña Mágica", "Tierna es la noche" o "El Pequeño Príncipe", entre otras, me abrieron a un anchísimo mundo de interrogantes. Recuerdo aún conmovido cuando el Doctor Rieux atendía en Orán a un niño apestado y agonizante y se preguntaba: "¿Dónde está esa tan mentada misericordia de Dios?". Me hicieron dudar tales lecturas de un discurso uniforme, verdades excluyentes e historias españolísimas ¡Sí¡ Esas lecturas y otros sucesos personales, no menos esclarecedores, sembraron la duda en mi espíritu crédulo. Me resultó fácil desmontar el relato de la "Cruzada Nacional", no tanto el de la "Santa Madre Iglesia". Éste último me llevó más tiempo. Siendo adolescente antes de la "semana santa", al atardecer, en una Iglesia llena de penumbras el padre catequista nos decía a propósito del infierno: "Imaginad queridos jóvenes una bola de acero cien mil veces mayor que el sol y que cada cien años un pajarillo se posa en ella. Pues bien, cuando esa inmensa esfera haya sido desgastada, en ese ir venir del pajarillo, entonces, en ese preciso momento comienza la eternidad del castigo". Aún hoy esa imagen terrorífica, asociada casi siempre a "la mortificación de la carne", ha quedado en mi inconsciente enterrada. La "Santa Madre Iglesia" se prevale de la ingenuidad infantil y en ella se asienta y luego acompaña, como música de fondo, durante toda la vida. Música excluyente de otras músicas. Durante los años de la postguerra existían en España dos "Santas Madres". Una que recibía a nuestro ilustre Caudillo bajo palio y otra, minoritaria, perseguida. Una, reinante en el barrio de Salamanca, y otra, proscrita en el Pozo del Tío Raimundo. Yo me situé en la segunda y acerté en esa elección liberadora. No obstante, entonces seguía pensando que el cristianismo era la religión verdadera. Quiero decir, creía que las mayores manifestaciones de altruismo, de "amor al prójimo", eran exclusivo patrimonio de los cristianos confesos. Tuve ocasión, en el Uruguay, de comprobar lo contrario. Y lo hice en una situación extrema. Esas situaciones excepcionales de la vida en las que hombres y mujeres ponen a prueba sus convicciones éticas más genuinas. Resistes o claudicas. El precio de la resistencia, en muchos casos, era la muerte o la cárcel. El beneficio del sometimiento era la vida o una infame libertad personal. Entre los que resistieron había de todo. Entre los que se sometieron había de todo. Ninguna religión, o ausencia de ellas pudieron, en tal lid, ponerse una medalla. Allí aprendí que son el hombre y la mujer, con sus nombres propios, los que deciden, si bien mucho menos de lo que pensamos, el futuro de sus propias vidas y condicionan para bien o para mal las ajenas. ¿Me vendo? ¿Ignoro? ¿Resisto? Dicen, por ahí, que Bergoglio afirma algo parecido. Si así fuese, enhorabuena. No hace falta inventarse ningún infierno, ni cielo metafísicos. El infierno y el cielo están aquí y sólo aquí. Como decía Ludwig Wittgenstein: "?y de lo que no se sabe lo mejor que se puede hacer es callar".
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