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Cómo calentarse en una mañana fría
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Cómo calentarse en una mañana fría

Actualizado 07/12/2015
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Usted se ha levantado con las legañas de siempre. Ha vencido de nuevo en la sutil batalla que las sábanas libran contra su cuerpo. ¿O será el colchón? Ese que tiene que cambiar cuando tenga tiempo y dinero, porque cuando lo compró ni siquiera tenía hijos, ni los esperaba. Sí, será el colchón el que le absorbe hasta decir basta, que no le deja levantarse y susurra el "un poquito más" de todas las mañanas.

El caso es que se ha levantado triunfal. O eso cree. Va con pasos dudosos a la cocina a preparase el café con leche de cada día, que sigue sin producir efecto ninguno. Las pestañas siguen pesando como losas y no dejan ni ver ese cielo plomizo del otoño tardío. Pone la radio: la emisora de siempre. Todavía no le despiertan los exabruptos radiofónicos matutinos, aunque usted está convencido de que se han inventado para eso.

Entra en la ducha como si lo hiciera en una capilla real y sale de allí como nuevo. Con las ideas transparentes. Ilusionado ante una nueva mañana de reuniones apasionantes. Va a enriquecer de nuevo su intelecto en este día, si es que la helada le permite desperezar sus neuronas. La transparencia era mero espejismo. Mero contraste irrelevante con el vaho que ha dejado en el baño. Ahora ve que sigue adormilado. Por lo menos eso sí lo ve. Lo demás, poco a poco.

Logra vestirse en tres minutos, porque es consciente de que le queda el tiempo justo. El reloj a estas horas va demasiado rápido; debe ser cosa de la curvatura de la tierra. Baja al coche y conecta de nuevo con sus amigos de la radio que le van desperezando mientras sus hijos bajan más lentos que nunca y más dormidos que usted. ¿Cuándo conseguirá que se acuesten a una hora prudente?

Llama la atención la circulación de estas altas horas de la madrugada. Cuando ni siquiera empieza a asomarse el sol entre la niebla baja. Avanza lentamente en fila india. Pero contento porque por lo menos avanza sin que se le haya olvidado ningún churumbel; y en tiempo récord compensa todos los retrasos acumulados. Llega al Campus con sonrisa de oreja a oreja. Feliz por haber equilibrado con esfuerzo los inevitables desajustes matutinos. Pero cuando se va acercando al aparcamiento observa que las circunstancias no son las ordinarias.

Hay una fila de mil pares. Una no. Dos. Una que viene del norte y otra que viene del sur. Las previsiones milimétricas que le hacían encarar la mañana con optimismo renovado se acaban de colar por la alcantarilla más cercana. ¿Qué está pasando? ¿Por qué la gente no pasa la tarjeta y entra sin más, como todos los días? Pues no: los coches se paran ante la barrera, que tarda la intemerata en levantarse. No puede ser que todos estén tan dormidos. Es imposible tanta lentitud.

Se hace imprescindible aplicar el plan B de decirle a sus hijos que salgan de inmediato del coche, tapados hasta el flequillo y que caminen rápido ellos solos hacia el colegio, que está ahí a dos manzanas. Cuando acaban de salir ve que la conductora de atrás está escribiendo en la agenda escolar lo que debe ser la explicación de lo inexplicable para evitar una puntuación negativa en el ranking de puntualidad . No le dé más vueltas: a usted se le pasó la vez.

Pero sigue esperando, avanzando gradualmente en esa eterna fila, cuando tras veinte minutos ve que la luz permite afirmar que está empezando el día. Hace frío fuera y por eso no ha salido a comentar la situación con los demás. Las tertulias tienen sus requisitos y condiciones, y se ve que también sus límites, en cuanto a temperatura se refiere. Por fin le toca a usted. Según las reglas de la conducción le toca ya. Pero aun así tiene el incoherente detalle de buena crianza de dejar pasar primero al de enfrente. Incoherente porque está usted ya al borde de la histeria, y el cuerpo le pide revolución.

Por eso cuando, tras otros cuantos minutos en que parecía que llegaba, pero no llegaba, ya tiene usted la barrera delante y se dispone a hacer como todos los días -a pasar en un segundo la tarjeta por el aparato nuevo y reluciente- se encuentra con que una voz de ultratumba le pide el número de su tarjeta. ¿Número de la tarjeta? ¿Pero su tarjeta tiene número? Ah, ahí está la explicación del panorama. Sus colegas de la fila han tenido que buscar el número de la tarjeta y pronunciar las palabras mágicas para que se abran las ansiadas puertas del aparcamiento paradisíaco.

Le dice a quien sea ?no tiene el gusto de saber quién le habla-, que están montando una buena, y que ya se van acumulando unos cien coches entre un lado y el otro. El distante controlador, con una guasa de secarral, se limita a afirmar: "Cien coches no puede ser". Acierta usted a contradecir: "Pues setenta". Y no continúa la porfía, porque sólo faltaba que tras la media hora que ya ha esperado, se añada ahora un plus dialéctico, por muy entretenido que pudiera ser.

Aparca a los tres segundos y se marcha corriendo a su trabajo, con la ira puesta encima, imaginándose a ese "simpático muchacho", que le va pidiendo el número a todo quisqui, en una mullida cama con edredón nórdico incluido desde donde va dirigiendo todo el cotarro con una sonrisa malévola. No se le ocurre pensar que pueda haber habido una avería. No, qué va, si así fuera habría recibido pronto un correo electrónico de disculpas, entre tanto mensaje inútil que se cuela por las rendijas del ordenador de su despacho.

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